El siguiente cuento aparece en la revista ESTEPA DEL NAZAS No. 62 (Marzo 2017).
Un grito se alzó estruendoso, se
alargó hasta convertirse en aullido, atravesó la noche de tal modo que pareció partirla
en dos. Se había divido en la noche en la que había llegado con mis pasos por
el sendero y en la que me aguardaba luego del dolor. De pronto no reconocí que
era mi voz transformándose en un alarido bestial. El viento soplaba gentil,
hacía bailar los crecidos pastizales, al agitarse incitaban a los grillos a
cantarme una canción de cuna que no lograba darme calma. Una lechuza auguraba
hechicería, estaba posada sobre la rama más alta de un mezquite cercano. Mi
corazón palpitaba como un tambor aporreado por un niño pequeño tocando sin
control y sin descanso. Dejé de percibir el viento, miré al cielo y busqué la
burlona luna brillando aperlada sobre mí, asomaba su perfil encima de la sábana negra sin estrellas.
Sin aviso alguno,
entre dientes rechinantes y jadeos descompasados, el pelo rojizo brotó como
pasto en primavera, se extendió como una
llovizna cálida, ligera. Cubría toda mi piel. La transformación se dio lenta y
dolorosa, pero me mantuve consciente a pesar de las miles de agujas que se
abrían paso a través de mi carne desde dentro; lejos del pueblo apenas atinaba
a distinguir las lánguidas luces de las farolas iluminando las calles mientras me
retorcía en espasmos continuos, tirada sobre la hierba que crujía lastimera
bajo mi peso. Yo arañaba la tierra sin que nadie pudiera escuchar los gemidos,
los alaridos provocados por el cambio, una mutación de la cual el astro de
plata sería testigo. La luna delgada en el firmamento me irritaba sonriente, atestiguaba
el conjuro ancestral descender ahora
sobre mí.
Pum, pum, pum.
Le decía mi corazón a mi cabeza. Deseaba estallar y abandonar el dolor de la
carne. Uh, uh. Musitaba la lechuza y
miraba con sus enormes ojos amarillos la magia del embrujo que escapaba por mi
piel. Cri, cri. Cantaban los grillos tratando de esconder los quejidos humanos
de un cuerpo metamorfo acalambrado y encogido entre la maleza. La naturaleza
conspiraba para disimular el cambio.
Incluso noté como el viento mudaba su curso y llevaba todos los sonidos
que huían de mi boca en dirección contraria a la ubicación del pueblo. El
medallón me quemaba y se fundía con el pelaje de mi pecho.
Con frecuencia tenía un sueño que
perturba mi descanso: De súbito me encuentro desnuda temblando de frío, camino
dentro de una profunda cueva que despide un olor pétreo, fresco y húmedo. Un
murmullo amable me llama, me conforta, me pide no temer. Unos ojos ambarinos me
estudian desde la penumbra. Luego al despertar, me encuentro sudando sobre la
cama, en la seguridad de mi alcoba y vuelvo a la rutina.
Hace cinco
semanas inició el receso escolar de verano. Los aparatos de aire acondicionado
no bastan ya para apaciguar el calor de la región que se aferraba a permanecerdentro
de los salones de clase. El primer día de vacaciones, recién volvía a casa con la
mochila llena de libros y mi playera rayada con plumón negro permanente. Me
sentía orgullosa de portar los vestigios del último día de clases. Mi padre ya
esperaba en la puerta para anunciar la ruina de mis planes, no iban más allá de
pasar todo el día frente a la computadora. Me dijo que pasaríamos el mes de
julio en su pueblo natal, donde mi abuela vivía aún, una jaqueca me aporreó de
inmediato. No me emocioné para nada y supongo que fue mi gesto el que
desvaneció la sonrisa de papá, pero era poco comparado con el berrinche de mi
madre: su mala cara durante varios días por el ánimo de descansar las siguientes
noches en un rechinante catre individual bajo las vigas de un techo cubierto de
telarañas no emocionaban a nadie.
Preparé mi
equipaje con toda la tecnología al alcance de mi mano, incluso cargué con los
expandibles de batería. Había escuchado que en casa de la abuela sólo se podían
encender dos focos a la vez y en todo el pueblo no había suficiente energía
para cargar un celular o encender un televisor, sería una pesadilla.
Fue así como el
primer sábado de julio pusimos las maletas, la hielera con comida y un par de
cobijas en la camioneta familiar; luego tomamos la carretera con rumbo hacia Durango.
Mi hermano menor, mi madre y yo escuchamos a papá contar maravillosas historias
sobre caballos que brincaban cercas de más de un metro, lechuzas convertirse en
hermosas mujeres a mitad del llano por la noche, manantiales naturales de fondo
azul formando arroyos, venados que se acercaban al pueblo para tomar agua y
eran cazados con revólveres, jabalís salvajes que se comían las cosechas, minas
abandonadas infestadas de serpientes y murciélagos, escalinatasen los cerros
que culminaban en una cúspide plana donde aguardaba entre las hierbas un hoyo
que soplaba con tal fuerza que conseguía hacer volar gorras y sombreros.
Todo aquello
sonaba maravilloso, ni siquiera tuve el impulso de colocarme los audífonos y
encender el mp3. Me pareció que esas promesas ya las había escuchado antes y
supuse que nunca se habían cumplido porque entonces debería tener algún
recuerdo, y lo único en mi en mi memoria era la casa de mi abuela con esas tías
solteronas gritando desde las cinco de la mañana, un par de primos mayores que
me ignoraban por ser niña y un tío muy flaco al que le faltaba un ojo y tenía
una extraña cicatriz en forma de estrella en la cara. Contaban que una
palomita, de esas de navidad, le había explotado en el rostro. A mí siempre me
había dado la impresión alguna especie de mordida.
La última vez
que habíamos estado ahí, yo tenía ocho años y recordaba los ruidos de los
gallos del patio despertándome muy temprano. Luego estaba también la hora del
desayuno, todas las mujeres debían ayudar a prepararlo, incluida mi madre; por
la tarde se amasaba gran cantidad de harina y se metían bolas picadas con un tenedor
altiznado cocedor de piedra situado en el patio; tierra, más tierra, gallinas,
pollitos y quizás una vaca detrás de una cerca; frascos misteriosos en la
alacena con plantas secas; y por supuesto, historias de luces verdes que se
alzaban a mitad de la noche en el cerro, para algunos resultado de la brujería,
para otros un interminable discusión acerca de naves extraterrestres. Eso era
todo lo que venía a mi mente cuando intentaba ubicarme en aquellos años.
Hicimos una
parada en Lerdo a eso de las tres de la tarde, probé la mejor nieve que jamás
había saboreado en mi vida, niños sin pudor jugaban en calzones dentro de una fuente. El calor
era asfixiante, por un instante me imaginé dentro del agua bajo los gigantescos
árboles que rodeaban la pileta, pero mi madre me había enseñado a mantener mi
ropa en su lugar desde que entré a la pubertad y decidí ni siquiera
mencionarlo. Mi papá invitó a mi hermano a comer una torta mientras mamá y yo
disfrutábamos de los sándwiches veganos que llevábamos en la hielera.
Mientras veía
como el desierto lagunero se transformaba en tristes plantaciones de alfalfa,
sorgo, maíz y chile, afectadas por la sequía. El horizonte se tragaba la
carretera. A la distancia los cerros que en primavera reverdecían, estaban
secos por el calcinante sol y la escasez de lluvia. Luego de unos cuantos kilómetros el panorama se
volvió espantoso, no había muchos automóviles, el asfalto vaporizaba, el cielo despejado
no daba un descanso de los rayos del sol que me mordía la piel del brazo a
través del cristal ahumado de la camioneta. La refrigeración no llegaba al asiento
trasero. Mi hermano de apenas seis años dormía como si la deshidratación le
impidiera abrir los ojos y el sudor le escurría continuamente por la frente y
el cuello.
─Si hubiéramos
agarrado la libre mija, podrías ver todos pueblitos que hay de camino. Un día
te llevaré a La Concha para que sepas lo que es un balneario ─dijo mi papá
mientras se limpiaba el sudor con su camiseta interior.
─¿Qué es ese
lugar? ─pregunté.
─Un montón de
albercas mugrientas ─contestó mi madre de mal humor mientras se trenzaba sus
largos rizos negros─, mejor vamos al parque acuático cuando volvamos, al menos
creo que habrá menos piojos.
─Eso sería
genial, en este momento suena mejor─respondí
con una sonrisa.
─No tiene
comparación, te estoy hablando de un balneario natural, con aguas termales.
Mi madre hizo un
gesto de desdén y encendió el radio, como no sintonizaba ninguna estación,
conectó su teléfono al auxiliar del estéreo y mi padre quedó en silencio.
En un momento, entre matorrales,
hierbas yla sofocante incandescencia de las seis de la tarde, mi padre dio
vuelta en un camino de terracería. Los bordes del sendero eran un par de zanjas
llenas de agua estancada y lodosa. Un par de kilómetros adelante apareció una
cerca de madera con los alambres de púas retorcidos y oxidados.
─¿Ves esos
surcos mija?
─Si, papá ─me acomodé la playera que estaba pegada a mi
espalda por el sudor y miré a través de la ventana el terreno cortado en
cuadros húmedos, rayados de líneas
verdes.
─Tu abuelo me
contó que cuando tenía cinco años se lo traían a trabajar al campo. Sembraban y cosechaban el frijol, él y sus hermanos,
desde muy niños y como no tenían dinero para ropa usaban calzones de costal
para trabajar y ropa remendada todo el tiempo.
─¡Ay papá! ¿A
los cinco años? ¿Calzones de costales? ─contesté incrédula. Volteé a mi
izquierda y le señalé a mi hermano─ Éste ni si quiera sabe servirse agua solo
sin tirar medio garrafón, ¿cómo crees que un niño de cinco años iba a trabajar
en el campo?
─Pues aunque no
lo creas mija, tu abuelo era güero y se volvió negro por el sol.
Mi madre sonrió
pero se mantuvo en silencio mirando por la ventana. El resto del camino mi
padre alardeó sobre lo trabajadores que eran los niños de antes y lo feliz que
había sido él en aquella apartada comunidad a las faldas de un cerro. Yo,
evitaba quejarme de los brincos que daba la camionetaal caer en los baches,
detrás de nosotros una espesa nube de tierra se alzaba para perseguirnos. La
lluvia de polvo cubría las ventanas y las pequeñas partículas se introducían
por la ventilación.
Por fin
llegamos, mi madre abrió las puertas y mi hermano se despertó amodorrado, su
expresión de asombro reflejaba mi propia sorpresa al descubrir que el pequeño
pueblo se pintaba de sepia por la sequía, se podía respirar el aire caliente entrando
por nuestros pulmones. Sofocante, pero
menos caluroso que el camino. A la distancia, cerca del cerro más grande podían
divisarse algunos árboles verdes. Eran casi las ocho de la noche pero el sol aún
nos calentaba con sus rayos crepusculares. Tuve la sensación de una mirada a
mis espaldas, pero al inspeccionar el sitio no vi a nadie. Un siniestro
escalofrío se instaló en mí.
La puerta, en
casa de mi abuela, estaba siempre abierta. Luego de tomar mi maleta, entré. Bajo las vigas de madera, formadas en fila
para hacer el techo y entre las paredes encaladas, el calor huía. Mi padre
atravesó el largo pasillo hasta el patio de tierra donde cacareaban algunas
gallinas y mi madre me dirigió a la que sería mi habitación y la de mi
hermanito Luis. Desdoblamos los catres y a los pocos minutos, cuando ya las
camas estaban listas, escuché la risa de mi abuela Mariluz acercarse.
─¡Qué
bueno que vinieron! ─sus ojos pardos me inspeccionaron, pequeños y brillantes
como canicas. Su rostro ajado por las
grietas de los años, se arrugaba aún más al sonreír, su expresión era amable y
cálida, familiar a pesar de la distancia y el poco contacto que teníamos.
─Hola,
abuela ─me acerqué y la abracé, la última vez yo era más pequeña que ella,
ahora notaba más su metro cincuenta
y ocho centímetros de estatura. Sentí un escalofrío cuando sus largas uñas,
gruesas y amarillentas, me rozaron la piel.
─Vénganse
a cenar ─no me soltó y se aferró a mi playera, aún húmeda por el sudor, con la
mano que pasaba por mi cintura y me llevó hacia la cocina.
Durante
el recorrido logréapreciar la calidez de la iluminación amarillenta de los
focos de treinta wats. Con una agilidad fuera de su edad extendió una mano para
cerrar una puerta del pasillo, como iba a su lado alcancé a notar varias velas
encendidas en lo que me pareció un altar con un cuadro en la pared, un intenso
olor a alcohol y hierbas se apagó al afianzar la puerta. Noté las pequeñas
plantas de sábila colgadas en la parte superior de cada puerta, cada arco de la
casa, atadas con un listón rojo, los limones partidos a la mitad colocados en
las esquinas de cada habitación, un juego de atrapasueños en la sala bajo el
foco, entre otras cosas que despertaron mi curiosidad. De pronto tuve muchas preguntas, ¿cómo era
que no recordaba todo aquello? Me quedé
atrás.
Cuando
joven, Mariluz se había dedicado a traer niños al mundo, a la herbolaria y la
santería aprendida de mi bisabuela. Cuando mi mamá lo repitió con sus propias
palabras, el termino curandera me sonó a enfermera y creí que tenía claro quién
era mi abuela, pero en ese instante tuve la sensación de que me había
equivocado al entender que su casa era como una clínica cuando papá dijo que
todos acudían a ella para aliviar lo que los doctores no podían.
─Anda,
que los frijoles se enfrían ─mi madre no podía evitar sonar despectiva.
Los sonidos de la noche espantaban
el sueño, aullidos de coyotes resonaban en mi pecho como si vivieran dentro. La sensación de que alguien me observaba desde
los rincones más oscuros de la habitación conseguía que abriera los ojos en
busca de movimientos entre las sombras.
Percibía un jadeo sobre mi oreja, era imaginario, y sin embargo yo me resguardaba
bajo la sábana. Las ojeras habían aparecido luego de unos pocos días de
levantarnos temprano, comer alimentos en exceso grasos y dormir incómodos sobre
las delgadas colchonetas de los catres. Mi madre encontró el pretexto perfecto
para que la llevaran de regreso a la ciudad.
Sus comentarios hacia la vida rural se volvían cada vez más ácidos. Una
mañana despertó con un brazo hinchado y la piel de la cara enrojecida.
─Fue un insecto
─aseguró ella─ ayer no estaba así.
─Cariño
no creo que sea tan grave ─dijo mi padre─ mi madrecita puede darte algún
remedio, ponerte sábila y darte un té.
─En
esta casa quieren arreglarlo todo con brujería y plantitas. Necesito un
hospital. ¡Me voy ahora! Creo que es una alergia y puede empeorar ─no hubo más
palabras.
De
algún modo, terminé siendo una víctima de las circunstancias y me quedé en el
rancho. Descubrí que el motivo de la visita era que mi abuela estaba sola. El resto de la familia se había ido a la ciudad
a pasar las vacaciones. Me vi obligada a
quedarme con ella.
─Cuídate
de esa bruja ─dijo mi madre mientras subía a la camioneta.
─No
necesito que nadie me cuide ─insistió mi abuela con una extraña mueca burlona
en su pequeña boca arrugada.
─Por
favor, papá, no quiero quedarme ─el llanto me sacudió.
Pero
él, determinado, dijo firmemente que debía permanecer con ella y así tuvo que
ser.
─No, ya dije que no. Te quedas porque te quedas. Vuelvo por ti
cuando las vacaciones se terminen. Cuida
que haga sus tres comidas y que no fume esas cosas sin filtro que se compra a
dos pesos en la tienda.
Mi
abuela no me volteó a ver. Con paso
lento entró a la casa en silencio. Vi como la camioneta se alejaba con mi
familia. No pensé que sería la última
vez que lo vería con ojos humanos.
Los días transcurrieron lentos y
las noches se estiraron aún más. Me sentía agobiada en un ir y venir de
animales ruidosos que de mañana y tarde causaban alboroto. Chivas y vacas
pasaban por la calle a toda hora amenazando con entrar a la casa en cualquier
momento. Mi abuela se ocupaba con los quehaceres
cotidianos, comprendí pronto que no me quería ahí y no necesitaba mi ayuda para
cargar baldes de agua, amasar, cocinar, barrer.
Nada se le dificultaba y yo me había convertido en una intrusa. Ella
servía el desayuno a las ocho de la mañana y recogía la cocina a las nueve. Siempre
iba a dormir después que yo. En varias ocasiones me levanté de madrugada y la
escuchaba cantar, rezar o murmurar dentro de la habitación con las veladoras.
Al fin, una
noche, la intensa luz de la luna me instó a despertar. Una lechuza se había
situado afuera de mi ventana. Su ulular
provocaba un eco molesto en mis entrañas.
Me revolví en la cama. Cuando me había acostumbrado a su ruido, llegó
otra más y otra. Sobre la rama de un
árbol viejo y reseco había iniciado una reunión de animalejos emplumados.
Me levanté para
conectar el cargador de mi celular. No había energía, lo comprobé tratando de
activar el interruptor del foco. Caminé
hacia afuera por el pasillo en busca de mi abuela para ver si me dejaba dormir
con ella, volví a sentirme como una pequeña e indefensa niña. Ella no estaba en su habitación. La cama desarreglada, la sábana arrugada y la
almohada en el suelo me indicaron que había estado acostada.
¡Abuela!,
susurré. ¡Abuela! Dije otra vez más
fuerte mientras me asomaba al patio a través de la puerta de malla. El perro
comenzó a ladrar. No la encontré, volví
a mi habitación anhelando que el siguiente día apareciera mi padre y me llevara
de vuelta a casa.
¡Desapareció!, mi
imaginación se disparó mientras avanzaba por el pasillo. ¿Y si se salió de la casa?¿Y si ahora está
perdida afuera?, ella ya es vieja puede estar desorientada. Me detuve a la mitad del corredor al darme
cuenta de que la puerta del cuarto con
velas estaba abierta, la curiosidad me invitó a entrar. Con cautela asomé
primero la cabeza y luego introduje el resto de mi cuerpo. De lado a lado, la pieza era atravesada por
tendederos, extrañas pieles colgaban de ellos. Plumas de gallina y pelo de
animal descansaban sobre el suelo. Los cirios encendidos reposaban sobre la
mesa, no reconocía a la persona de la fotografía antigua.
¡Abuela!, repetí,
pero no contestó.
Recorrí la
habitación a paso lento hasta el fondo, donde una cajonera llamó mi atención, era
diferente al resto de los muebles de la casa.
Las manijas doradas y la madera rojiza delataban la finura del mueble. Una
agarradera estaba oscurecida, manchada por algo negro y arenoso, una de las
esquinas estaba roída. Abrí el primer
compartimiento. Dentro, se escondían al
menos tres álbumes viejos y cubiertos de polvo.
Junto a ellos, sobresalía una cajita de madera pulida, pintada y
barnizada a mano, tenía un broche corredizo
que la aseguraba. Corrí el broche y
levanté la tapa. Una tela sedosa y
purpúrea celaba un precioso medallón dorado con incrustaciones rojas y verdes.
¡Wow! Me dije. Sin
pensarlo dos veces lo saqué, cerré el cajón y con paso lento me acerqué a la luz
de las velas para estudiar los detalles. El rechinido de la puerta del patio me
avisó que alguien había entrado. No tenía tiempo de regresar el medallón a su
lugar, con las manos temblando me colgué la joya por debajo de mi blusa, justo
a tiempo antes de que mi abuela entrara.
─¿Qué haces
aquí? ─dijo ella enojada.
─No podía dormir
y me levanté a buscarte.
─Pues no estaba,
debiste volver a la cama.
─¿Quién es el
hombre de la foto? ─intenté distraer su atención para que creyera que había
estado en el altar todo el tiempo.
─Tu abuelo ─la
vieja me sujeto del brazo y me dirigió hacia el pasillo, noté que bajo sus uñas
amarillentas, se secaba una sustancia oscura─, no debes entrar aquí. Es un
cuarto de sanación, lo uso para hacer limpias. No es sitio para jugar. Puede
pasarte algo.
─No estaba
jugando ─conteste fastidiada de que me tratara como a una niña.
─Vete a dormir,
hablamos mañana.
─Abuela ─dudé,
deseaba dejar el medallón, pero pensé que era mejor no contarle que lo llevaba,
por algún motivo le temía─, ¿me enseñas eso de hacer brujería?
Me miró con
recelo.
─No es brujería,
es sanación, la brujería es para las brujas.
Entré en la recámara
que me habían asignado y me recosté. El catre se quejó bajo mi peso. Con los
ojos cerrados, el sueño llegó de prisa.
Un ardor en el
pecho me despertó al amanecer. Era el medallón, mi piel tenía cientos de ronchas
diminutas. Salí en busca de Mariluz, con
la esperanza de que me diera algo para la comezón. Ella estaba en el patio, y
en lugar de contarle lo del collar, me pareció un excelente momento para devolverlo
al cajón mientras ella metía el pan al cocedor.
Revisé la
perilla del cuarto de sanación. Para mi mala suerte, la puerta estaba cerrada. Me
urgía deshacerme del medallón, pero algo me convenció de que era una mala idea.
Di vueltas por la casa, revisé una
y otra vez la puerta del condenado cuarto de brujería. Nunca volvió a estar
abierta. Tuve que ir a dormir con el dije todavía puesto. Temía que si me lo
quitaba, la abuela podría verlo y
regañarme. No sé si me notó nerviosa,
pero durante las comidas me observó en silencio, como si supiera lo que llevaba
bajo la ropa. Sus ojos y su tono hacia mí habían cambiado, pero no mencionó
nunca nada sobre el medallón.
La última noche
tuve un sueño intranquilo, parecido a
los de antes de la visita al rancho. Era yo, corría por un campo de
flores amarillas y moradas bajo un cielo enrojecido. Al detenerme y mirar el
horizonte lograba distinguir una vieja villa, un pueblo en ruinas, que bajo la
luz carmín del ocaso lucía un contorno espectral. Yo continuaba mi carrera y miraba el gajo de
la luna apenas visible entre las nubes doradas.
Desperté con el
sudor que empapaba mi ropa, las piernas me ardían como si en verdad hubiese
corrido toda la noche, la irritación del pecho se había extendido por el torso.
Fui a la cocina a tomar agua. Comprobé una vez más la puerta del cuartucho
antes de notar que mi abuela estaba dormida en el sillón, un escalofrío me
recorrió al pensar que podía verme. De pronto, me pareció que el colguije
pesaba más, la picazón había desaparecido, pero el ardor seguía molestándome.
Luego del
desayuno, mi abuela me pidió que dejara la casa y saliera a dar una vuelta, al
principio no me lo dijo, pero conforme avanzó la mañana tuvo que convencerme
con el discurso de que tendría una sesión. Hasta ese momento ella no daba señal
de saber que faltaba algo. Y a mí me puso nerviosa que pudiera darse cuenta y
me regañara al regresar.
Salí despacio
por la banqueta de casi un metro de alto hasta el final de la cuadra. Atravesé
la calle de terracería y le di dos vueltas a la cancha agrietada de básquet que
nadie utilizaba. Al otro lado, una zanja con mezquites tenía agua estancada y
cruzando unas tablas, que hacían de puente, se encontraba la entrada de la
iglesia. Las puertas permanecían abiertas todo el día y parte de la noche. Una
mujer tan vieja como mi abuela, pero de semblante más dulce y ojos pequeños,
deambulaba entre las bancas barriendo el polvo que se metía con el viento. Había
unas cinco personas hincadas, distribuidas por los asientos, con la cabeza
tapada por velos de colores tejidos. Mis pies me dirigieron más allá de las casas
que estaban arriba de una colina.
Al otro lado, vi
por fin el arroyo que mi padre había mencionado, estaba custodiado por árboles de
hojas amarillentas. Se aferraban a la vida. El agua era clara, podía ver el fondo
de piedras cubiertas por lama. Metí los pies sentada en la orilla, el
cosquilleo gélido de la corriente logró que las fuerzas volvieran a mí, revitalizada.
Si lo que decía mi padre era verdad, el manantial debía estar arriba, seguí el
arroyo con la mirada. Ajusté mis tenis y recorrí el camino a través de la escasa
vegetación. Algunas cabras pastaban despreocupadas de mi presencia, las vacas y
aves se acercaban al arroyo a beber agua.
El camino me
obligó a subir un poco al cerro y pude ver como el arroyo se hacía más
caudaloso conforme avanzaba. Ni caso le hice al hambre. Por la posición del sol
y la sombra del cerro imaginé que ya pasaba del medio día. Pero no me importó,
seguí hasta encontrar el manantial.
Resultó que no
era lo que esperaba, un agujero de tres metros con agua, parecía más un
estanque que se desbordaba, la orilla había cedido y piedras grandes impedían
que el agua corriera, un agua turbia y verdosa tapizada de hojas
amarillentas. Algunos peces nadaban de
un lado a otro, ajenos a mi presencia. Los pies me palpitaban por el cansancio.
Sacudí con la mano algunas hojas y me recosté a la sombra de un árbol.
La
naturaleza embriagó mis sentidos. Contemplé por primera vez las formas de las
nubes en un cielo azul claro, tan diferente a la ciudad; conocí el aroma de las
piedras al ser mojadas por el agua que corría hacia el pueblo; las aves y los
insectos zumbadores deleitaron mis oídos en un rumor incesante. La brisa pura
del campo acarició mi piel, un sopor me invadió. Por primera vez sentí la conexión con el ser
que anima el universo.
Cuando ya atardecía, me dirigí al
cerro más grande, aunque no sabía exactamente dónde estaba o cómo volver, sabía
que la casa de mi abuela estaba en esa dirección. Ya me encontraría alguien a
quien preguntarle el camino.
El atardecer se
apresuró a robarse la luz, salí de la espesura espinosa con cardos clavados en
el pantalón y pegarropas picándome la
espalda. El sendero sugirió a mi instinto dirigirme hacia la izquierda. Una cerca contenía caballos y becerros, pero no
había ninguna persona a la vista, estaba segura que los animales no me
responderían.
Me detuve, la
desesperación y el cansancio me vencieron.
No podía dar un paso más y aproveché un enorme tronco, junto al camino,
para sentarme. Un pájaro rojo, de esos
con cresta, trinaba con fuerza sobre un arbusto cercano. Estiré las piernas y las sacudí para que el
hormigueo se desvaneciera. El medallón
pesaba tanto que el cuello me dolía, giré la cabeza de un lado al otro y un
suspiro acompañó a mi aliento. Con ambas manos levanté el cordón de la joya y
con terror contemplé que no se movía. Con todas mis fuerzas, tiré nuevamente
por encima de mi cabeza, pero en lugar
de quitármelo, la cadena cedió y se rompió en tres partes. Las lágrimas brotaron de mis ojos. El aire se
me atoró en el pecho. Luego de unos minutos me rendí.
Con
la respiración entrecortada me puse en pie y vislumbré el horizonte. A mi
izquierda, el cerro mostraba un hueco oculto entre ramas. No me di cuenta antes. Peculiar. Un susurro
provenía de adentro, escuché mi nombre. Un escalofrío escalaba mi cuerpo,
exigía a mis piernas alejarse de ahí. No
lo hice. La voz fue tan real
y me sedujo la idea de entrar al túnel en busca del origen de la voz.
Quizás esa persona conociera el camino de regreso a casa de Mariluz.
La entrada era
amplia, con sus casi dos metros de diámetro contenía un aire ácido. El sonido
de aleteos me mantuvo alerta. Cada paso
era doloroso, mis piernas no respondían
bien, era como traer puestos zapatos de
cemento. Escuché el agua detrás de las rocas, los aleteos se aproximaban. El
medallón en mi pecho ardía de nuevo. Me
detuve y lo presioné sobre la ropa.
Mi
olfato se agudizaba, percibía el aroma de la tierra, de los murciélagos, de la
pétrea humedad que lo impregnaba todo; incluso, el sol que agonizaba afuera.
Encontré una
tenue luz rojiza colándose por el techo. El camino, abruptamente tajado por un
charco de agua, que se iba haciendo más y más profundo, me cortó el paso.
Observé con atención mientras mi cuerpo palpitaba por el cansancio. El sudor recorría
mi frente. Los latidos del corazón se
instalaron en mi garganta y la presión de la sangre me entumió las manos.
Un
par de pasos hicieron eco en el túnel, venían de la entrada. Mi primera
impresión fue de sorpresa, luego recordé que estaba en un lugar dónde nadie podría
escucharme si gritaba. No tenía a dónde ir, atrapada entre las paredes, el agua
y esa persona. Recordé una bifurcación
unos metros atrás, así que corrí a esconderme antes de que la persona
llegara. No lo logré.
Cuando
alcancé la bifurcación, eso, de casi dos metros de altura me aguardaba, su
silueta me indicó que era un hombre, me sujetó en la oscuridad. Luché, pero con
fuerza sobrehumana él me oprimió contra su pecho. Noté su cuerpo atlético y cálido. Estaba perdida.
Su
mano llena de callos exploró mi pecho por debajo de la blusa. La ira me invadía, estaba inmóvil, apresada
por sus brazos de acero. Gruñí, grité, pero no me soltó. De un brusco jalón
intentó desprender el dije dorado con incrustaciones pero éste ya se hallaba
adherido a mi piel.
Es
muy tarde, dijo con voz ronca sin soltarme. Luego, me levantó del suelo y en
brazos me dirigió hasta la salida. Escucha con atención, ordenó. Su mi cuello
estaba impregnado de alcohol. Tu luna será la del hechicero, como la mayoría de
las mujeres en la familia, yo soy un guerrero de la luna llena, estás por
convertirte en un chamán. Sentenció mientras ascendía a la cima del cerro.
El talismán que tienes colgado está
maldito. Le perteneció a una gitana que llegó con los españoles al pueblo
cuando las minas se abrieron. Ha sido resguardado por nuestra familia por ya
varios siglos, ahora es tuyo.
Miré sobre mi
hombro y vi que era mi tío, con su cicatriz en forma de estrella. ¿De qué estás
hablando? Dije sin entender nada, el siguió
hablando de maldiciones, hechicería y magia. Cuando llegamos arriba yo ya
estaba más tranquila. Pero el no me soltaba, me obligó a ver la luna creciente
y el mundo se convirtió en un vórtice que por instantes convirtió todo a mi
alrededor en borrones. Por un momento me faltó el aire y me dejé caer sobre las
rodillas cuando los espasmos me sofocaron. Hecha un ovillo acepté que era
inminente mi transformación. De ahora en adelante sería una loba.
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