lunes, 6 de noviembre de 2017

Las desaparecidas



*La siguiente calaverita literaria, fue escrita para participar en un concurso de la Universidad Pedagógica de Durango, unidad extensiva Gómez Palacio. 


El dos de noviembre en México
lloran a las desaparecidas
el gobierno se hace el tonto
y busca en cualquier agujero

La catrina está ocupada
con tantas muertes inesperadas
no tiene tiempo para atender
a tanta muchacha perdida

Ya hasta la huesuda llora
cuando tiene que ir a trabajar
ella jura no tener culpa
de que Peña tarde en reaccionar

Pobre calaca estresada
hasta al sicólogo visitó
para ver que le recomienda
treinta mil muertos son un montón

Ah, qué triste la calavera
la chica no quiere recoger
casa llena tiene en el panteón
de andar ya le duele el talón

Más de un cuarto de los muertos
se cuentan desaparecidos
mujeres al cementerio no van
pues bajo el concreto están

La catrina, a la ONU desconoce
no quieren perder a sus chicas
a la muerte no le interesa
con las mexicanas completa

Los políticos ya peligran
La catrina está enojada
Y al pueblo le aconseja
Que los mande a la fregada.

Resultado de imagen para catrina, grabado

jueves, 2 de noviembre de 2017

Tracy, ser inmortal (Vol. I)

Como muchos de ustedes ya sabrán la novela de Tracy ha pasado por varios procesos. Uno de ellos fue resultar premiado en 2014 por la Editorial Marlex  (
 http://www.todosleemos.com/titulos/tracy-ser-inmortal.htm?termino=tracy), en un concurso. Luego de ello, mi emoción me llevó a hacer algunos ajustes e imprimirla para venderla entre los amigos, familiares, conocidos, etcétera.

Meses después fue aceptada por una editorial de Aguascalientes con la que me vi en la necesidad de rescindir el contrato cuando llevaba una año y medio imprimiendo mi trabajo (no mencionaré quienes son).

Pero ahora. Luego de haber terminado la segunda parte de la novela, creí prudente hacer una reedición y darle una última oportunidad a este trabajo que tanto me ha costado mediante una versión ilustrada.

A continuación, comparto el prólogo :)  y la portada que tendrá cuando salga a la venta.





 Prólogo

Un silbido provocado por el viento susurró mi nombre, cuando miré por la ventana ya era de noche, las estrellas titilaban por encima de las nubes ennegrecidas, el día anterior el sol había brillado con la fuerza de dos soles y el calor, durante la tarde, me había arrullado. La luna no era más que un borrón de luz luchando por hacerse notar detrás de la tormenta que se aproximaba. No sabía la hora, pero estaba muy claro, había dormido demasiado, quizás más de lo que merecía alguien como yo.
Me sacudí el polvo de la ropa, avancé hacia la puerta en medio de la negrura y encontré la perilla gracias a la tenue luz que se filtraba por debajo. Un escalofrío me asaltó de pronto. La brisa exterior me recibió con un susurro inesperado.
“Tracy”, escuché el murmullo de una voz femenina a la distancia, era un sonido familiar, que ni el motor del autobús pasando frente a mí, ni las bocinas de los coches sonando en la calle contigua, pudieron opacar. Aquel nombre resonaba dentro de mi cabeza.
“Lo siento, mi señora, ya es tarde para liberarlo”, pensé en silencio mientras mis piernas me dirigían al final de la calle. Estaba tan cansado de perseguir al muchacho de ojos azules, que habría dado cualquier cosa por librarme del compromiso.
La mujer rechoncha del frente lucía distraída con la puerta de la bodega que acababa de abrirse, sus ojos humanos no lograron percibir mi silueta escapando del lugar, ver una puerta abrirse debió ser bastante curioso para ella. El aire olía tan húmedo que me transportaba por breves instantes a los años en los que vivía en el campo. Mi capa raída se arrastraba sobre el asfalto, me protegería poco de la lluvia cuando comenzara a caer. Miré con atención las nubes, no parecía que fuese una tormenta de verdad, había tierra en aquel color marrón que teñía el cielo, más no percibía el agua. La brisa se enfriaba por momentos, era una onda gélida avisando la llegada del invierno.
El aire tenía un dejo de nostalgia, lo percibí al alejarme del refugio. Sabía a la perfección que al amanecer mi señora estaría tan molesta conmigo que todo ánimo de volver a su lado se esfumaría. Unas noches atrás habían atrapado a su más preciada pieza. En esos momentos, lo estarían trasladando al estadio para hacerle un juicio, en el cual, sin importar las objeciones, terminaría con la cabeza de Tracy sobre el campo húmedo de sangre.
“Tracy”, repitió la voz en mi mente. Un miedo irracional me envolvió. Estaba seguro de que ella sabía lo angustiado y lo rendido que me encontraba.
Atravesé la calle y tomé una avenida principal para llegar rápido al estadio.
“¿Qué quieres que haga, mi dama blanca? Si lo han atrapado muchas noches atrás y habrá muchísimos testigos, no puedo involucrar a nadie más en este asunto. Mi querida y bondadosa señora, acepta que se ha terminado por esta vez, en poco tiempo tendremos una segunda oportunidad para continuar este…” Apenas murmuré aquello y me vino de pronto un dolor intenso en la sien. Me asaltó con imágenes de hombres y mujeres danzando alrededor de una fogata. Los animales destripados y sin piel tenían moscas hambrientas sobre ellos.
No estaba dispuesta a rendirse. Me parecía bastante claro: mi trabajo aún  no terminaba. El olor de Nueva York ya no me era ajeno, ni nauseabundo, llevaba deambulando aquellas callejuelas toda la semana. El dolor pasó paulatinamente conforme me adentraba entre los edificios. Había un enorme puente en el último recuerdo implantado por mi poderosa dueña.
Sabía perfectamente donde encontrarlo. Cuando me acerqué a la zona no vi más que vagabundos sobre las banquetas, todos apretujados por un costado del edificio que les cubría el viento.   Los tambos con fuego dentro se aquí y allá. El aroma a humanidad nunca me había parecido tan repulsivo como en aquel momento donde la orina desprendía un olor rancio; estaba en el suelo y podía distinguir manchas en las paredes de los edificios y el muro del puente.
La calle había permanecido bloqueada por más de dos semanas, los trabajos de construcción desviaban el tráfico y la luz de los arbotantes estaba apagada. La oscuridad parecía una invitación de la muerte para terminar los días bajo ese puente en donde comenzaba un túnel. Un pasadizo que se extendía doscientos metros más allá de la curva cerrada, la vuelta impedía vislumbrar el otro lado.
―Amigo, ¿tiene una moneda? ―me sorprendió la voz de un viejo que se hallaba tirado a mi lado.
Lo miré con atención, su barba se extendía enmarañada hasta la mitad del pecho, tenía el aliento del vino añejo pegado a los dientes chuecos y podridos. Levantó su mano hacia mí.
―¿La tiene? ―insistió.
―¿Cómo es que puedes verme? ―pregunté con una voz todavía más desgastada que la suya.
―No, no puedo verte, pero te escuché suspirar por la dama.
Me asusté de pronto. ¿Era acaso un peón del gran enemigo de mi señora? ¿Un vidente humano, quizás? Me aventuré a preguntar.
―¿Cómo sabes que fue por una mujer?
―¿Por quién suspiraría un hombre?
La furia se encendió en mi pecho. No era más que un sucio humano. Retiré de mi rostro la capucha para mostrarle el hueco en el cual antes estaba la nariz, ahí donde las vendas ya se habían desgastado tanto que se podía apreciar mi piel carcomida por los años; dejé expuestos mis ojos amarillentos y sin vida; los pómulos saltados y los labios corroídos eran una visión que yo mismo evitaba. La venda se había adelgazado, en algunas áreas estaba tan podrida y pegada al hueso que se distinguía a la perfección mi aspecto cadavérico.
El hombre, de cabello gris, levantó la vista y me mostró su rostro reseco y arrugado. Su mirada no me devolvió el terror que yo esperaba… No. Sus ojos eran dos espejos pardos recubiertos por la bruma de la edad. Estaba ciego. Bajó la mano, y yo me alejé de él. Diez pasos más adelante me detuve cuando un golpeteo llegó hasta mis oídos.
¡Dum, dum, dum…! Era un traqueteo seco y rítmico. Alcé la vista, frente a mí, una llamarada creciente apareció en algún punto dentro del túnel bajo el puente. Fue primero una sombra extendiéndose hacia la salida, luego un destello intermitente anaranjado, se fue volviendo amarillento y reflejó contra el suelo y la pared las figuras danzarinas del interior.
La nitidez se intensificó y fui capaz de ver, desde donde estaba, aquellos los símbolos pintados con sangre en el recodo, sobre el muro interior. Reconocí muy pronto quienes eran. Los enemigos llevaban semanas causando problemas en las periferias, el Gran Señor de la ciudad los odiaba por sus descuidados asesinatos y la poca preocupación que mostraban hacia las leyes de los inmortales.
Me aproximé y los descubrí en medio de uno de sus famosos rituales sangrientos. Sus rostros, sus manos, las paredes y el suelo, brillaban cubiertos por un líquido rojizo. El aroma que emanaba de los charcos delató la verdad, no era sangre humana. Me mantuve en el recodo, recargado contra el concreto frío, hasta que uno de ellos me permitió conectarme con su mente.
Sentí un escalofrío cuando nuestras ideas se mezclaron y fundí mis pensamientos con sus recuerdos. Ese vampiro era sin duda un ser poderoso, viejo, un asesino despiadado. Encontré lo que buscaba. No era una casualidad encontrarlo en el túnel.
Alguien más había elegido un nuevo peón para la “dama de blanco” y estaba entre ellos. Mi señora no habría sido tan descuidada como yo al mover de prisa piezas importantes, pero estas criaturas, que algunas fueran hombres y mujeres, podían ser desechables si ella así lo quería.
“Gracias, mi señora”, pensé.
El hombre con quien estaba conectado notó el sutil murmullo en sus pensamientos y detuvo sus cánticos de pronto; miró a su alrededor para comprobar qué solo se trataba de su retorcida imaginación y escasa conciencia. Tenía los ojos furiosos, la expresión sedienta, mostraba sus dos largos colmillos como si los humanos no rondaran las inmediaciones.
―¿Una víctima? ―dijo en voz alta.
Luego lo dejé vislumbrar una “fotografía” mental del estadio y el logotipo de las camionetas estacionadas afuera. Era la marca de los vampiros locales en las puertas, o los vidrios, o las copas de las llantas.
―¿Qué dijiste? ―la mujer de falda corta y medias de red habló sin dejar de tocar el tambor, lo sujetaba con las piernas apretadas. Sus manos delgadas tenían una cascarilla marrón de sangre seca, también mostraba sus colmillos con una mueca desquiciada y burlona. El líquido le había escurrido por la barbilla y se le había cuajado en el mentón, el cuello y la playera roída.
―No he dicho nada todavía ―gruñó mi objetivo. Se clavaba en su mente la idea de ir a ese lugar―. Tenemos que irnos, muchachos.
El tambor detuvo su ritmo.
―¿Qué dijiste? ―Preguntó su líder.
Lo distinguí por la escarificación en su pecho. El antiguo símbolo de la eternidad egipcia, con el escarabajo sujetando la cruz que representaba la inmortalidad, había sido raspado una y otra vez sobre la carne hasta que la cicatriz se había engrosado.
―He dicho que tenemos que marcharnos. Hay algo en el estadio ―todos lo miraron extrañados, aun así él no se detuvo―, es algún tipo de evento. No sé cómo explicarles, pero hay vampiros de la ciudad ahí. Muchos.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó la chica que se levantaba y ponía su pie sobre el tambor.
―No lo sé, pero ayer que pasamos por ahí, estoy casi seguro, vi el símbolo del gobernante, ese al que otros llaman Boris ―se sacudió el cabello largo y enmarañado.
―¿Hablas del “señor”?
Sólo tuvo el valor de asentir y desviar la mirada lejos de los pesados ojos acusadores del líder. Nadie más que uno podía dar órdenes.
Les tomó veinte minutos ponerse de acuerdo. Entre las planchas de concreto que formaban la pared del túnel, había guardado un pequeño arsenal de armas y fuegos artificiales.
“Perfecto”, me dije. Antes de partir logré divisar sobre las copas de los árboles, al otro lado del parque, el techo del estadio con una tenue iluminación a través de la cúpula cerrada. “Ahora sólo queda esperar”.
Los susurros de mi dama me arañaban, pero no lograba descifrar su mensaje. Me adelanté con la idea de que lo que quería era mi eficiencia, que me diera prisa. El estacionamiento principal estaba casi vacío. Desde la banqueta exterior sólo se distinguía la iluminación de las oficinas. La cantidad de automóviles no representaba ni la mitad de los trabajadores en un día común. Aunque viejos, muchos de los vampiros gustaban de poseer objetos modernos que hicieran ver su posición y poder entre los humanos, por otro lado, había muchos otros que preferían la mesura.
Era un evento privado, no había patrullas cuidando las inmediaciones. La reja principal estaba cerrada y el acceso sería por una puerta lateral poco usada. Una pareja de jóvenes se detuvo en la entrada, sus ojos muertos no dejaban lugar a dudas; estaban ahí para el juicio, tenían en sus rostros inexpresivos la mueca de júbilo de los sádicos, mostraban los colmillos al único guardia para identificarse y poder entrar.
¿Cuántos vampiros estarían ahí dentro? Nueva York albergaba el doble que cualquier otra ciudad. Todos ellos reunidos para contemplar la ejecución de un joven condenado a la mala suerte. Oí motocicletas a la distancia, los rebeldes estaban por llegar, muy pronto se les acabaría la fiesta.
Pasé junto al guardia de la entrada sin que me notara cuando volvió abrir, estaba tan vivo que se frotaba las manos para sacudirse el frío dela noche mientras la estática le resonaba en el oído a través de un intercomunicador. Él también moriría sin duda alguna. Tenía esa certeza, había cada vez más autos pasando frente a la edificación, el motor ruidoso de las motocicletas no alcanzaba a distinguirse, su vida se terminaría antes de poder avisar que había vampiros, no invitados, intentando entrar por la fuerza.
El estrecho pasillo detrás de la puerta conducía a una bifurcación. Tomé la que terminaba en las puertas de hoja doble abiertas, desde ahí se veía el campo central, las otras debían llevar a las gradas, no me interesaba subir por el momento.
Me quedé, como era mi costumbre, bajo el cobijo de las tinieblas para vigilar la llegada de mis nuevos aliados, los rebeldes. Intentaría dirigir su atención hacia el hombre que lo estaba juzgando. Boris, se llamaba el Gran Señor, su edad aparente rondaba los cuarenta y cinco años, algunas canas habían alcanzado a colarse en el cuerpo inmutable. Cuando el caos comenzara, podría pedirle a alguien que soltara las cuerdas que aseguraban a Tracy al madero en el centro del campo. Ese era mi plan, lo era, hasta que la voz de Boris ahuyentó el silencio y la gente desde las gradas clamó una muerte lenta para el acusado,  el asesino de su primogénito. No pudieron ocultar mucho tiempo la bestialidad guardada bajo la apariencia de hombres y mujeres comunes, no. Se mostraron tal y como eran cuando tuvieron que elegir entre la razón y el espectáculo siniestro mientras desde lo alto observaban al joven vampiro desarmado y atado, temblar de impotencia y terror ante por los gritos sanguinarios de sus congéneres.
Inmóvil. Tracy apretó los dientes y se negó a aceptar que moriría esa noche. El agujero que había dejado la estaca cuando se la extrajeron del pecho, era un poso húmedo que le escocía. Su corazón inanimado no hubiera podido latir aunque quisiera, estaba destrozado por la madera, lleno de astillas. Regenerarlo sería tan difícil como acumular las fuerzas suficientes para romper las cuerdas. Me sonreí mientras escuchaba sus inútiles argumentos, sus exigencias para ser liberado.
“Falta poco”, le dije.
Levantó la cabeza y buscó el origen de la voz que llegaba a sus pensamientos. Dejé de prestarle atención al percibir a un par de vampiros que se levantaban de las gradas y avanzaban hacia la salida. En sus rostros se adivinaba un temor discreto, pero creciente en la expresión de sus labios contraídos cuando los colmillos se asomaron.
“No han dicho nada”, pensé. Se adivinaban dos cosas, la primera, que estaban a favor del acusado y no pensaban quedarse para ver cómo le cortaban la cabeza, sabían lo personal del conflicto. No eran sus asuntos, no eran asuntos de la ciudad. ¿Por qué su líder se habría entrometido? También adiviné su miedo. Contemplar la muerte de un inmortal debilitaba esa creencia absurda de que vivirían para siempre, y observar en otros su propia vulnerabilidad los asustaba más que ninguna otra cosa.
Noté entonces cómo el humo se elevó en segundos, hubo una estruendosa explosión en las cercanías. El sonido aturdió cada uno de mis sentidos, la mente captaba ideas entre la gente atrapada en el caos, me confundía todo ese temor provocado por el fuego y los pensamientos que yo percibía como gritos ensordecedores.
Escuché los gritos de guerra en las gargantas de los rebeldes que entraban en el recinto con las armas hacia el frente. No llegaron solos, arribaron acompañados de una decena de sirvientes humanos, deformados en sus extremidades y su rostro por las terribles torturas a las que los sometían sus amos no-otros muertos. Los invasores rodearon al Gran Señor, mientras que los esclavos de sangre utilizaban cuchillos, espadas, pistolas y objetos punzocortantes para replegar a los vampiros de las gradas que intentaban huir.
Las llamas se extendieron de prisa. Quedé petrificado cuando noté que las flamas alcanzaban el campo. La nube de humo hizo más fácil mi escape, nadie podía verme.
―¡Mátalo! ―Gritó Boris mientras luchaba contra dos de los rebeldes.
Había otro vampiro detrás de una biga en el cual no había reparado hasta que se movió. A través de la cortina de humo sólo era una silueta enorme junto a Tracy.
―Libérame, por favor ―las súplicas de Tracy eran inútiles.
Sus sollozos no conmoverían a quien había matado a más de tres docenas de vampiros en los últimos cien años. El enorme vampiro, de nombre Shock, sujetaba una espada de dos manos, estaba listo para dar un tajo a la cabeza del joven de la mirada celeste. Perdió de vista a su superior entre la bruma grisácea, miró la danza anaranjada que salía de los vestidores y dejó caer el arma. La existencia del acusado quedaría a la suerte del fuego. Los ojos azules de Tracy se clavaron en las llamas que se aproximaban sobre el pasto artificial y amenazaban con devorarlo.
Intenté aproximarme, pero el crujido en la madera que lo sujetaba me obligó a detenerme. Podía ser cualquier cosa, su mirada estaba sobre mí, no lograba penetrar ningún pensamiento, no parecía capaz de ocultarme de las miradas sobrenaturales que escrutaban el campo en busca de una salida viable lejos del fuego. Tenía miedo de que las flamas también mordieran mi cuerpo y las vendas ardieran conmigo dentro.
―¡Ayúdame! ―lo escuché gritar con la voz desgarrada por el miedo.
Retrocedí temeroso, había algunas miradas escrutando mis movimientos, no lograba identificar su procedencia entre el caos de gritos, sangre y fuego. Las metralletas vaciaron sus cargadores contra la carne muerta de los inmortales, no los matarían, pero podían dejarlos ciegos o inmóviles a merced de las llamas.
Levanté la mirada al cielo mientras salía, me dolía la cabeza, me dolían los ojos resecos; entre los empujones y la confusión nadie había reparado en los harapos que me cubrían. No podía enfocar mis pensamientos, estaba totalmente a merced de la rabia desatada en medio de tantos colmillos expuestos.
Una vez afuera, me di cuenta de cómo los inmortales temen saber que sus noches pueden tener un fin. No los culpo, yo también sentí el terror de morir.
“Estúpido, ¿qué hiciste, Tracy?”, murmuré. Un vampiro de ojos claros, con el traje hecho a la medida, me miró en silencio por breves segundos y luego corrió lo más rápido que pudo. Vi las llamas cubrir la entrada, la única salida. Los gritos de dolor de quienes se aventuraban a atravesar aquella cortina de ardiente calor me ensordecían.
Entre el fuego, el horror, la desesperación y el frenesí de buscar prolongar su existencia, los vampiros cobardes abandonaron otros dentro del edificio. Muchos no se atreverían a salir. En ese momento, a través del muro de lumbre vi el cuerpo de Tracy abrazado por las llamas. Su cabello negro y brillante había desaparecido por completo; la piel estaba achicharrada sobre la carne al rojo vivo, sus ojos azules se habían esfumado para dejar a la vista dos pequeños rubís furiosos y aterrorizados que de pronto se apagarían y no volverían a encenderse jamás.
Las sirenas de las ambulancias, patrullas y bomberos, se acercaban de prisa. Las nubes de tormenta relampagueaban sobre Nueva York, pero el caos no permitía que se escucharan los gritos del cielo, los truenos enmudecieron cuando las gotas de lluvia se precipitaron para mojar el cuerpo de Tracy, que yacía en una banqueta con pasto.
La ropa que llevaba puesta, ya no era más que pedazos carbonizados pegados a su carne ennegrecida, la humedad del pasto terminó por ahogar las pocas candelas que todavía se aferraban al cadáver.
El dolor paralizó sus movimientos, su vista se mantuvo perdida en las nubes intermitentes por la tormenta, quiso cerrar los ojos para no contemplar su final; sin embargo, tenía los párpados derretidos, tuvo que observar a la oscuridad se cernía sobre él. Los labios achicharrados no le permitían ocultar los largos colmillos que lo identificaban como una criatura nocturna. 
Sus ojos azules, sí, con sus ojos azules apagados por la agonía, estuve casi seguro de que aquel era su final…
 

martes, 24 de octubre de 2017

PRELUDIO... Tracy 2, el juego de todas las noches




A TRAVÉS DE LAS SOMBRAS


Penumbra, frío, soledad.
El abismo recibió mi alma incontables años atrás. Muerte. Las sombras me envolvían en el flujo del fin cuando escuché la voz del amo llamarme de regreso a la tierra de la carne y el hueso. Regresar. La sacudida me despertó del sueño eterno. No tuve opción, me puse al servicio de aquella quien ha perdido su nombre en el transcurrir de los siglos. Hoy la llamo: Señora mía. La dama que me devolvió parte de la vida.
Agradecimiento, coraje, frustración.  Una vorágine de sentimientos chocando entre sí me asediaban cuando pienso en el vacío que existe después de la muerte. El miedo acalla cualquier reclamo, es imposible competir contra el poder del ente que logró sacarme del ataúd de piedra donde los restos de mi cuerpo humano reposaban.
Ceniza. Sangre. Despertar. Una vez en su presencia, no me atreví a mirarle el rostro. Mantuve la cabeza gacha todo el tiempo mientras su entelequia desvanecía la oscuridad en la que me encontraba sumergido. Dirigió mi alma hacía la luz del mundo y la ceniza se volvió hueso, el polvo se convirtió en carne, y recubrió mi esqueleto, su sangre sustituyó la muerte, mis ojos se abrieron en la oscuridad. Un susurro me devolvió la conciencia. Forró mi alma con la materia inerte. No podía detenerla. No supe decir no. Dispuesto a cumplir su encomienda, grité de dolor.  
Al principio contemplé aterrorizado un hecho que para ella resultaba natural. Discernir los misterios de criaturas inmortales paralizó mi voluntad. Quién pensaría que se trata de un juego cuando la sangre inocente se derrama sobre la tierra de los hombres. Quién podría imaginarse la tiranía con la que los amos manejan a cada ser sobre la tierra. Nadie podría si quiera sospechar que los dueños de los milenios se deleitan con el sufrimiento ajeno. Nadie intuye cómo las desgracias se ciernen sobre el mundo, dirigidas desde el crepúsculo con hilos tejidos de mentiras. Nadie. Hasta que estas con ellos y ves de cerca la crueldad. 
Ignorantes. Inocentes. Nunca saben en cuál bando juegan hasta que es demasiado tarde; desaparecen del mundo convertidos en ceniza sin saber que sus destinos estaban ya delineados por una figura que les señala el camino cada noche. Cansada de apostar, mi señora decidió terminar las rivalidades con una partida final. Aquí es donde entro yo. Por eso me trajo de vuelta.
Tracy, encuentra a Tracy, murmuró una madrugada con esa voz imperiosa, dulce y firme, esencial característica de su misteriosa existencia. Siempre con la mirada perdida en la contemplación del infinito. No hubo instrucciones claras, ni precisas, había sido una orden diferente a las demás. Pude notar un dejo de nostalgia arrastrando sus palabras, su rostro estaba perdido entre el largo cabello plateado que acariciaba el suelo aun estando de pie.
Orden, petición, sugerencia. Pudo ser un consejo. Encuentra a Tracy, repetí para mí. Frase corta, directa. Colgó de mi cuello, con el silencio habitual, un medallón que contenía el abismo en la piedra incrustada.
―Ahora las sombras te pertenecen ―dijo con la voz más pálida que jamás había escuchado. Y volvió a su lugar para contemplar las estrellas.
―Sí, mi señora ―contesté sin siquiera iniciar la pregunta que asaltaba mi mente. Otros iban llegando para recibir instrucciones.
Desde ese momento vagué por el mundo en busca de aquel individuo capaz de mantener la cordura del amo. Podía ser cualquier cosa, pudo ser cualquiera, pero ella eligió encapricharse con él. ¿Qué tenía de especial? Aún no lo sabía. Pero ella lo quería y eso era lo importante. Complacer su capricho.
Tardé casi un lustro en darme cuenta que el muchacho aún no nacía. Era por eso que mi señora siempre se refería a él hablando de un tiempo futuro cuando le pedía más tiempo.
―Mi señora, no puedo encontrarlo ―supliqué piedad con inocencia.
―No importa. Sigue buscando. Lo encontrarás muy pronto ―respondía ella cada vez―. Cuando llegué el momento se lo contarás todo.
Yo buscaba a un muerto-viviente. Ella no se había dado cuenta. Le tomó un tiempo aclararme que antes de reclutarlo debía ser convertido en vampiro.
Agradezco su infinita paciencia ante mi desesperación y las limitadas capacidades psíquicas que he desarrollado para adivinar lo que quiere y cuando lo quiere. Tuvo en consideración enseñarme a escudriñar dentro de las mentes humanas y los pensamientos superficiales de los no-muertos para hacer más fácil mi labor.
Utilicé el abismo colgante de mi cuello para atravesar las sombras de la noche. De un parpadeo me trasladé hasta la ciudad dónde Tracy estaba naciendo.
Era el segundo hijo de una familia muy unida. Un varón débil creciendo con mimos excesivos. Caprichoso, desconsiderado. Maduró egoísta. Sin ninguna necesidad verdadera de afecto o atención. ¿Cuándo estaría listo?, me preguntaba al mirar con repugnancia su actitud desinteresada.
Tracy. Tracy. Tracy. Era todo lo que escuché de la boca de mi señora por años. Apenas era un adolescente, si seguía más tiempo cerca de él terminaría por contagiarme su banalidad. 
Algo ocurrió y mi amo dio la siguiente orden. Me reuní con Pétreo, un viejo vástago que tenía la sangre de las antiguas bestias corriendo en sus venas. Fue fácil convencerlo para que convertir a Tracy en condenado. Mientras menos contacto tuviera con el recién creado, mejor sería para todos. Incluso para mi señora, si de pronto decidía aburrirse de él.
A partir de ese momento todo se dio de manera natural y sencilla. Dejé migajas aquí y migajas allá para que Tracy encontrara sólo el camino. Resultó mucho más despistado de lo que pensé. ¿Podía alguien ser tan tonto?
Mi labor había concluido, puse una nueva pieza, en el juego de los inmortales, del lado de la reina de plata. Pero mi señora no tuvo suficiente con eso. Me encomendó una nueva obligación:
―Cuídalo ―ordenó sin más.
Como si fuera tan fácil evitar que un tonto declarado no muriera. ¿Héroe? No. Inmaduro, irresponsable, suicida. Sí.