miércoles, 30 de agosto de 2017

Cae la lluvia


El siguiente relato se puede leer también en wattpad/440707153/Cae-la-lluvia


"Se vuelve siempre donde se ha dejado algo: un beso, la piel, el alma, el conocimiento... o un trozo de corazón".
−Ernesto de la Rosa.

Dedicado a Lisa Stevens, Jane Hoffman, Alexi Bradows e Ethan Hatch.
Gracias por su amistad y confianza.

La tormenta de sus ojos tocó tierra. Era un desastre anunciado desde que despertó temprano por la mañana para llevar a sus hijos al colegio. Las nubes grises la habían perseguido todo el día apagándole el brillo de la mirada a cada segundo. La cálida sonrisa que la distinguía meses atrás, se hallaba congelada en algún lugar antártico donde se encierran los sentimientos. Ahora, de noche, el cielo de su mente estaba oscurecido por las mismas nubes. Las mejillas de Hilda, tan húmedas como la costa cuando un huracán azota las playas, acentuaban la devastación en su rostro.
     Abrió los ojos en la penumbra de su recámara. Hilda vislumbró el hilo de luz que sigiloso se arrastraba por debajo de la puerta. Había dormido a los niños con un cuento. Su voz atravesaba un profundo túnel de tristeza, aun así hacía un esfuerzo porque su eco sonara dulce. ¿Había dejado el foco encendido?, se preguntó. La angustia le arañó la piel y no quiso levantarse a apagarlo.
     Clavó las uñas en las cobijas y se tapó hasta la barbilla. Permaneció varios minutos observando los centímetros de suelo iluminados. Había polvo en el piso. Necesitaba limpiar la casa, pero la apatía era protagonista de las horas que pasaba a solas. Su propia respiración le provocó escalofríos, el corazón palpitante latía en su garganta y sentía la cara entumida.
     A pesar de que ya había pasado sola una temporada aún buscaba la compañía de su hombre todas las noches; ésta en especial, no quiso extender la mano y comprobar que efectivamente el otro la de la cama estuviera vacío. Había mañanas en las que despertaba con la nariz pegada a la almohada que una vez fuera de su compañero; todavía era capaz de percibir el leve perfume y el champú en la tela. El pesado sopor de la madrugada la arrastró al fondo del ensueño. La tranquilidad regresó a su piel.
     Un ruido en la cocina la obligó a sentarse de golpe, el mármol frío le lamió los pies descalzos cuando se apoyaron contra el suelo. El mareo le pidió volver a recostarse, pero resistió. Sabía que la presión por levantarse tan de pronto se pasaría en un par de segundos. Examinó el contorno de la puerta. La luz apagada permaneció a la expectativa. ¿Estaré soñando otra vez?, se preguntó. El abrumador silencio de las horas nocturnas alborotaba sus ideas. No era la primera vez que despertaba así, a la misma hora, con la sensación de haber llorado por horas. Las tres de la madrugada parpadeaban en el reloj digital del tocador. La tenue intermitencia roja le permitía a Hilda ver las siluetas amorfas de los muebles en la pieza.
     Aspiró profundo, soltó despacio el aire por la boca. El terapeuta repetía una y otra vez la importancia de la respiración para recobrar la calma. Sus manos temblaban, estiró los dedos hasta tocar el cajón bajo la lámpara apagada. Sus uñas sonaron en la manija metálica. No, se dijo, no necesito el medicamento. Cerró sus ojos un par de segundos y comprobó que la bahía en su mente permanecía lagañosa, pero el sol se distinguía tras los nubarrones claros. Aves de esperanza surcaban el cielo despejado, la luz y el calor volverían a su corazón algún día. Parpadeó varias veces para espantar la modorra. Se puso de pie. Con un andar lerdo llegó hasta el tocador. Su mano estiró la cortina lo suficiente para permitir la entrada de luz de la calle. El opaco farol en la banqueta emitía un resplandor amarillento.
     Un suspiro se apuró a cruzarle los labios. Las saladas marcas de la tormenta habían formado ríos blancos en sus mejillas. Una toallita húmeda le limpió la cara. Hilda se aseguró de que el empaque plástico estuviera bien cerrado. El aroma del recuerdo se presentó de improviso. Pudo oler con claridad el perfume del hombre que se había robado los mejores años de su cuerpo ahora redondeado. El cabello en su reflejo no mostraba el mismo brillo que el día de la boda; los rizos le caían secos por los hombros hasta la mitad de la espalda; las hebras una vez matizadas de escarlata se agitaban desteñidas.
     Era su color favorito. El susurro rebotó en las paredes de la habitación. Un escalofrío le trepó por la espalda. Hilda sintió una presencia en la casa. Se dio vuelta y avanzó hacia la puerta. Tomó la perilla con cautela segura de que había alguien afuera del cuarto. Pudo escuchar unos pasos ligeros atravesando la cocina, recorriendo el comedor, pasando por la sala. No delataban prisa. Un terremoto la sacudió completa; un jadeo se escapó de su boca entre abierta. ¿Ian?, preguntó en voz baja. Estaba segura de que al abrir la puerta él estaría del otro lado. Percibió una respiración tan familiar como las caricias que hacía nueve años la habían convertido en mujer. Al fin de cuentas, Ian nunca entregó las llaves. Hilda estaba segura de que él entraba a la casa mientras ella salía a trabajar. Quería creer que al otro lado de la madera reseca se hallaba el hombre a quien le había entregado cuanto tenía.
     Apretó los parpados por un minuto y con fuerza tragó saliva. Allá a la distancia, dentro de su psique, las nubes de tormenta centellaron con intensidad. El viento las empujaba de prisa para cubrir el lagañoso atardecer de su estabilidad.
     La perilla, fría como una roca en invierno, la obligó a esperar. Hilda se imaginó a sí misma metiendo la mano en las heladas aguas del océano para luego levantar la vista y encontrarse con el huracán que se aproximaba. El caótico vendaval de sus ideas le golpeó el alma. Abrió la puerta decidida a encontrar, en algún lugar de la casa, al canalla que la había abandonado, enferma y avejentada. Primero barrió con la mirada todo frente a ella, luego sus pasos recorrieron uno por uno los cuartos a través de la oscuridad de la madrugada.
     A cada paso Hilda descendía un poco más en la inmensidad de la melancolía. Para cuando llegó a la cocina, su yo interior ya se hallaba sumergido por completo en el mar de la desesperación. El tifón otra vez sacudía su mundo. Los relámpagos iban y volvían incesantemente iluminando los pequeños recuerdos felices junto a su pareja: al fondo de la sala, sobre los sillones; junto a la silla, encima de la mesa del comedor; recargada junto a la puerta del patio; contra la pared. El evocar los tirones suaves de cabello y los mordiscos húmedos la estremeció.
     Sacudió su cabeza cuando sintió ahogarse en las memorias de una pasión apagada por los años. Las lágrimas estaban atoradas en el borde de sus ojos. Las emociones se liberarían de un momento a otro. No quería perder la cabeza otra vez. Miró sus brazos a la altura de las muñecas, se distinguían dos gusanos blancos y gruesos, las marcas de una debilidad aferrada a ella. Hilda suspiró al rememorar la sangre fluyendo en esa misma cocina. El dolor se instaló en su garganta y los ojos le escocieron. El aire se condensó en sus pulmones.
     El cansancio por la falta de sueño y el agotamiento de las horas pensando en la felicidad que no regresaría, provocaron en ella el impulso de tomar una vez más el cuchillo de mango verde brillante. Lo asió con fuerza y vio reflejado su rostro cansado en la hoja plateada. Ya no tenía quince años, quién la tomaría de nuevo con la ilusión del primer amor. Ya no tenía veinte, a quién le gustaría su cuerpo embarnecido por los partos. Ya no tenía veinticinco, quién querría a una mujer que ya no puede dar más hijos.
     ¿Qué estoy haciendo?, se dijo al recordar que sus dos niños dormían al otro lado del muro.
Algo se rompió dentro. Primero fue un llanto silencioso, ligero. El calor de su cuerpo se incrementó como la punta de una bengala al acercar el encendedor; pequeña, violenta sensación hiriente. El olor de su marido había desaparecido, la sal de sus lágrimas volvió a surcarle las mejillas. El llanto aumentó de intensidad. La respiración entrecortada le dificultaba concentrarse en el presente. Los sollozos ardientes, imposibles de acallar eran chispas contrayéndole el abdomen. Se miró las manos. Las rodillas tocaron el suelo. Se dobló en dos y su frente posó sobre el azulejo, sus manos se abrazaron al estómago. Y el sonido del metal fue un susurro cuando el cuchillo cayó al suelo.
     Hilda se arrastró con toda la fuerza contenida en un puño fuera de la tempestad. En su mente, la lluvia caía con vehemencia y sin piedad sobre todo lo que ella solía ser. La arena de su playa estaba tapizada de anhelos, de sueños no cumplidos, de planes en pareja no realizados. El poderoso oleaje desvanecía todo aquello a lo que intentaba aferrarse y la arrastraba de vuelta al océano del olvido.
Se puso de pie con dificultad. No podía alejar la imagen de Ian, el calor de los besos ya pasados, la necesidad de enredarse en aquellos brazos que le habían jurado protección. Abrió la llave del fregadero y se sirvió un vaso de agua. Bebió un largo trago y cargó con medio vaso a la habitación. Las lágrimas se escurrían sin medida, los espasmos en su pecho le dificultaban ordenar las ideas. Todo resultaba confuso y borroso ante sus ojos.
     Abrió sin ganas el cajón junto a la cama. Movió los papeles, encontró lo que buscaba. Con suavidad destapó el frasco de calmantes, fieles compañeros de los últimos meses. Había logrado cicatrizar pronto la piel y la carne, pero el dolor interno seguían siendo tan ardiente como un volcán activo que con intermitencia emitía leves erupciones.
     Vació en su mano izquierda una pastilla. Sacudió el frasco, dos pastillas, tres, cuatro, cinco, diez. Se detuvo. Miró el montoncito blanquecino y devolvió todo al frasco. Empezó de nuevo. Una, dos. Dos pastillas, un poco más de la dosis recomendada, necesitaba dormir ya y dejar de pensar en lo que no sería otra vez.
     Hilda se echó ambos comprimidos a la boca y bebió agua. Se le formó un doloroso nudo en el esófago mientras intentaba dejar de llorar para que el medicamento siguiera su cauce. Se terminó el agua a pesar de la punción. El llanto estalló más bravo todavía. Las lágrimas mojaron la almohada cuando se recostó tratando de no despertar a sus hijos con el ruido. Buscó sin parar algún rastro del amor que alguna vez hizo sonrojarse a la alcoba. El aroma de la piel, los sonidos del sexo, las fantasías cumplidas entre las sábanas, las imágenes grabadas en su memoria a través del espejo situado a propósito frente a la cama. Cada pensamiento era una gota gélida que mojaba y apagaba la débil llama de su felicidad.
     Cerró los ojos. Los medicamentos hicieron efecto, gimoteó hasta cansarse. La paz y el silencio llegaron a su puerto, a la bahía de su mente. El cielo permanecía nublado, la lluvia continuaba su precipitación cada vez con mayor ligereza. El cuerpo descansaba ya. Pero la lluvia no detenía su caída.


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El relato anterior forma parte de un compendio de cuentos y relatos escritos por autoras Laguneras. 
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