domingo, 24 de septiembre de 2017

Talismán





El siguiente cuento aparece en la revista ESTEPA DEL NAZAS No. 62 (Marzo 2017).

Un grito se alzó estruendoso, se alargó hasta convertirse en aullido, atravesó la noche de tal modo que pareció partirla en dos. Se había divido en la noche en la que había llegado con mis pasos por el sendero y en la que me aguardaba luego del dolor. De pronto no reconocí que era mi voz transformándose en un alarido bestial. El viento soplaba gentil, hacía bailar los crecidos pastizales, al agitarse incitaban a los grillos a cantarme una canción de cuna que no lograba darme calma. Una lechuza auguraba hechicería, estaba posada sobre la rama más alta de un mezquite cercano. Mi corazón palpitaba como un tambor aporreado por un niño pequeño tocando sin control y sin descanso. Dejé de percibir el viento, miré al cielo y busqué la burlona luna brillando aperlada sobre mí, asomaba su perfil encima de la  sábana negra sin estrellas.
Sin aviso alguno, entre dientes rechinantes y jadeos descompasados, el pelo rojizo brotó como pasto en primavera, se extendió  como una llovizna cálida, ligera. Cubría toda mi piel. La transformación se dio lenta y dolorosa, pero me mantuve consciente a pesar de las miles de agujas que se abrían paso a través de mi carne desde dentro; lejos del pueblo apenas atinaba a distinguir las lánguidas luces de las farolas iluminando las calles mientras me retorcía en espasmos continuos, tirada sobre la hierba que crujía lastimera bajo mi peso. Yo arañaba la tierra sin que nadie pudiera escuchar los gemidos, los alaridos provocados por el cambio, una mutación de la cual el astro de plata sería testigo. La luna delgada en el firmamento me irritaba sonriente, atestiguaba el conjuro ancestral  descender ahora sobre mí.
Pum, pum, pum. Le decía mi corazón a mi cabeza. Deseaba estallar y abandonar el dolor de la carne.  Uh, uh. Musitaba la lechuza y miraba con sus enormes ojos amarillos la magia del embrujo que escapaba por mi piel. Cri, cri. Cantaban los grillos tratando de esconder los quejidos humanos de un cuerpo metamorfo acalambrado y encogido entre la maleza. La naturaleza conspiraba para disimular el cambio.  Incluso noté como el viento mudaba su curso y llevaba todos los sonidos que huían de mi boca en dirección contraria a la ubicación del pueblo. El medallón me quemaba y se fundía con el pelaje de mi pecho.

Con frecuencia tenía un sueño que perturba mi descanso: De súbito me encuentro desnuda temblando de frío, camino dentro de una profunda cueva que despide un olor pétreo, fresco y húmedo. Un murmullo amable me llama, me conforta, me pide no temer. Unos ojos ambarinos me estudian desde la penumbra. Luego al despertar, me encuentro sudando sobre la cama, en la seguridad de mi alcoba y vuelvo a la rutina.
Hace cinco semanas inició el receso escolar de verano. Los aparatos de aire acondicionado no bastan ya para apaciguar el calor de la región que se aferraba a permanecerdentro de los salones de clase. El primer día de vacaciones, recién volvía a casa con la mochila llena de libros y mi playera rayada con plumón negro permanente. Me sentía orgullosa de portar los vestigios del último día de clases. Mi padre ya esperaba en la puerta para anunciar la ruina de mis planes, no iban más allá de pasar todo el día frente a la computadora. Me dijo que pasaríamos el mes de julio en su pueblo natal, donde mi abuela vivía aún, una jaqueca me aporreó de inmediato. No me emocioné para nada y supongo que fue mi gesto el que desvaneció la sonrisa de papá, pero era poco comparado con el berrinche de mi madre: su mala cara durante varios días por el ánimo de descansar las siguientes noches en un rechinante catre individual bajo las vigas de un techo cubierto de telarañas no emocionaban a nadie. 
Preparé mi equipaje con toda la tecnología al alcance de mi mano, incluso cargué con los expandibles de batería. Había escuchado que en casa de la abuela sólo se podían encender dos focos a la vez y en todo el pueblo no había suficiente energía para cargar un celular o encender un televisor, sería una pesadilla.
Fue así como el primer sábado de julio pusimos las maletas, la hielera con comida y un par de cobijas en la camioneta familiar; luego tomamos la carretera con rumbo hacia Durango. Mi hermano menor, mi madre y yo escuchamos a papá contar maravillosas historias sobre caballos que brincaban cercas de más de un metro, lechuzas convertirse en hermosas mujeres a mitad del llano por la noche, manantiales naturales de fondo azul formando arroyos, venados que se acercaban al pueblo para tomar agua y eran cazados con revólveres, jabalís salvajes que se comían las cosechas, minas abandonadas infestadas de serpientes y murciélagos, escalinatasen los cerros que culminaban en una cúspide plana donde aguardaba entre las hierbas un hoyo que soplaba con tal fuerza que conseguía hacer volar gorras y sombreros. 
Todo aquello sonaba maravilloso, ni siquiera tuve el impulso de colocarme los audífonos y encender el mp3. Me pareció que esas promesas ya las había escuchado antes y supuse que nunca se habían cumplido porque entonces debería tener algún recuerdo, y lo único en mi en mi memoria era la casa de mi abuela con esas tías solteronas gritando desde las cinco de la mañana, un par de primos mayores que me ignoraban por ser niña y un tío muy flaco al que le faltaba un ojo y tenía una extraña cicatriz en forma de estrella en la cara. Contaban que una palomita, de esas de navidad, le había explotado en el rostro. A mí siempre me había dado la impresión alguna especie de mordida.
La última vez que habíamos estado ahí, yo tenía ocho años y recordaba los ruidos de los gallos del patio despertándome muy temprano. Luego estaba también la hora del desayuno, todas las mujeres debían ayudar a prepararlo, incluida mi madre; por la tarde se amasaba gran cantidad de harina y se metían bolas picadas con un tenedor altiznado cocedor de piedra situado en el patio; tierra, más tierra, gallinas, pollitos y quizás una vaca detrás de una cerca; frascos misteriosos en la alacena con plantas secas; y por supuesto, historias de luces verdes que se alzaban a mitad de la noche en el cerro, para algunos resultado de la brujería, para otros un interminable discusión acerca de naves extraterrestres. Eso era todo lo que venía a mi mente cuando intentaba ubicarme en aquellos años.
Hicimos una parada en Lerdo a eso de las tres de la tarde, probé la mejor nieve que jamás había saboreado en mi vida, niños sin pudor jugaban  en calzones dentro de una fuente. El calor era asfixiante, por un instante me imaginé dentro del agua bajo los gigantescos árboles que rodeaban la pileta, pero mi madre me había enseñado a mantener mi ropa en su lugar desde que entré a la pubertad y decidí ni siquiera mencionarlo. Mi papá invitó a mi hermano a comer una torta mientras mamá y yo disfrutábamos de los sándwiches veganos que llevábamos en la hielera.
Mientras veía como el desierto lagunero se transformaba en tristes plantaciones de alfalfa, sorgo, maíz y chile, afectadas por la sequía. El horizonte se tragaba la carretera. A la distancia los cerros que en primavera reverdecían, estaban secos por el calcinante sol y la escasez de lluvia.  Luego de unos cuantos kilómetros el panorama se volvió espantoso, no había muchos automóviles, el asfalto vaporizaba, el cielo despejado no daba un descanso de los rayos del sol que me mordía la piel del brazo a través del cristal ahumado de la camioneta. La refrigeración no llegaba al asiento trasero. Mi hermano de apenas seis años dormía como si la deshidratación le impidiera abrir los ojos y el sudor le escurría continuamente por la frente y el cuello.
─Si hubiéramos agarrado la libre mija, podrías ver todos pueblitos que hay de camino. Un día te llevaré a La Concha para que sepas lo que es un balneario ─dijo mi papá mientras se limpiaba el sudor con su camiseta interior.
─¿Qué es ese lugar? ─pregunté.
─Un montón de albercas mugrientas ─contestó mi madre de mal humor mientras se trenzaba sus largos rizos negros─, mejor vamos al parque acuático cuando volvamos, al menos creo que habrá menos piojos.
─Eso sería genial, en este momento suena mejor─respondí  con una sonrisa.
─No tiene comparación, te estoy hablando de un balneario natural, con aguas termales.
Mi madre hizo un gesto de desdén y encendió el radio, como no sintonizaba ninguna estación, conectó su teléfono al auxiliar del estéreo y mi padre quedó en silencio.

En un momento, entre matorrales, hierbas yla sofocante incandescencia de las seis de la tarde, mi padre dio vuelta en un camino de terracería. Los bordes del sendero eran un par de zanjas llenas de agua estancada y lodosa. Un par de kilómetros adelante apareció una cerca de madera con los alambres de púas retorcidos y oxidados.
─¿Ves esos surcos mija?
─Si, papá  ─me acomodé la playera que estaba pegada a mi espalda por el sudor y miré a través de la ventana el terreno cortado en cuadros húmedos,  rayados de líneas verdes.
─Tu abuelo me contó que cuando tenía cinco años se lo traían a trabajar al campo.  Sembraban y cosechaban el frijol, él y sus hermanos, desde muy niños y como no tenían dinero para ropa usaban calzones de costal para trabajar y ropa remendada todo el tiempo.
─¡Ay papá! ¿A los cinco años? ¿Calzones de costales? ─contesté incrédula. Volteé a mi izquierda y le señalé a mi hermano─ Éste ni si quiera sabe servirse agua solo sin tirar medio garrafón, ¿cómo crees que un niño de cinco años iba a trabajar en el campo?
─Pues aunque no lo creas mija, tu abuelo era güero y se volvió negro por el sol.
Mi madre sonrió pero se mantuvo en silencio mirando por la ventana. El resto del camino mi padre alardeó sobre lo trabajadores que eran los niños de antes y lo feliz que había sido él en aquella apartada comunidad a las faldas de un cerro. Yo, evitaba quejarme de los brincos que daba la camionetaal caer en los baches, detrás de nosotros una espesa nube de tierra se alzaba para perseguirnos. La lluvia de polvo cubría las ventanas y las pequeñas partículas se introducían por la ventilación.
Por fin llegamos, mi madre abrió las puertas y mi hermano se despertó amodorrado, su expresión de asombro reflejaba mi propia sorpresa al descubrir que el pequeño pueblo se pintaba de sepia por la sequía, se podía respirar el aire caliente entrando por nuestros pulmones.  Sofocante, pero menos caluroso que el camino. A la distancia, cerca del cerro más grande podían divisarse algunos árboles verdes. Eran casi las ocho de la noche pero el sol aún nos calentaba con sus rayos crepusculares. Tuve la sensación de una mirada a mis espaldas, pero al inspeccionar el sitio no vi a nadie. Un siniestro escalofrío se instaló en mí.
La puerta, en casa de mi abuela, estaba siempre abierta. Luego de tomar mi maleta, entré.   Bajo las vigas de madera, formadas en fila para hacer el techo y entre las paredes encaladas, el calor huía. Mi padre atravesó el largo pasillo hasta el patio de tierra donde cacareaban algunas gallinas y mi madre me dirigió a la que sería mi habitación y la de mi hermanito Luis. Desdoblamos los catres y a los pocos minutos, cuando ya las camas estaban listas, escuché la risa de mi abuela Mariluz acercarse.
         ─¡Qué bueno que vinieron! ─sus ojos pardos me inspeccionaron, pequeños y brillantes como canicas.  Su rostro ajado por las grietas de los años, se arrugaba aún más al sonreír, su expresión era amable y cálida, familiar a pesar de la distancia y el poco contacto que teníamos.
         ─Hola, abuela ─me acerqué y la abracé, la última vez yo era más pequeña que ella,
ahora notaba más su metro cincuenta y ocho centímetros de estatura. Sentí un escalofrío cuando sus largas uñas, gruesas y amarillentas, me rozaron la piel.
         ─Vénganse a cenar ─no me soltó y se aferró a mi playera, aún húmeda por el sudor, con la mano que pasaba por mi cintura y me llevó hacia la cocina.
         Durante el recorrido logréapreciar la calidez de la iluminación amarillenta de los focos de treinta wats. Con una agilidad fuera de su edad extendió una mano para cerrar una puerta del pasillo, como iba a su lado alcancé a notar varias velas encendidas en lo que me pareció un altar con un cuadro en la pared, un intenso olor a alcohol y hierbas se apagó al afianzar la puerta. Noté las pequeñas plantas de sábila colgadas en la parte superior de cada puerta, cada arco de la casa, atadas con un listón rojo, los limones partidos a la mitad colocados en las esquinas de cada habitación, un juego de atrapasueños en la sala bajo el foco, entre otras cosas que despertaron mi curiosidad.  De pronto tuve muchas preguntas, ¿cómo era que no recordaba todo aquello?  Me quedé atrás.
         Cuando joven, Mariluz se había dedicado a traer niños al mundo, a la herbolaria y la santería aprendida de mi bisabuela. Cuando mi mamá lo repitió con sus propias palabras, el termino curandera me sonó a enfermera y creí que tenía claro quién era mi abuela, pero en ese instante tuve la sensación de que me había equivocado al entender que su casa era como una clínica cuando papá dijo que todos acudían a ella para aliviar lo que los doctores no podían.
         ─Anda, que los frijoles se enfrían ─mi madre no podía evitar sonar despectiva.

Los sonidos de la noche espantaban el sueño, aullidos de coyotes resonaban en mi pecho como si vivieran dentro.  La sensación de que alguien me observaba desde los rincones más oscuros de la habitación conseguía que abriera los ojos en busca de movimientos entre las sombras.  Percibía un jadeo sobre mi oreja, era imaginario, y sin embargo yo me resguardaba bajo la sábana. Las ojeras habían aparecido luego de unos pocos días de levantarnos temprano, comer alimentos en exceso grasos y dormir incómodos sobre las delgadas colchonetas de los catres. Mi madre encontró el pretexto perfecto para que la llevaran de regreso a la ciudad.  Sus comentarios hacia la vida rural se volvían cada vez más ácidos. Una mañana despertó con un brazo hinchado y la piel de la cara enrojecida.
─Fue un insecto ─aseguró ella─ ayer no estaba así.
         ─Cariño no creo que sea tan grave ─dijo mi padre─ mi madrecita puede darte algún remedio, ponerte sábila y darte un té.
         ─En esta casa quieren arreglarlo todo con brujería y plantitas. Necesito un hospital. ¡Me voy ahora! Creo que es una alergia y puede empeorar ─no hubo más palabras.
         De algún modo, terminé siendo una víctima de las circunstancias y me quedé en el rancho. Descubrí que el motivo de la visita era que mi abuela estaba sola.  El resto de la familia se había ido a la ciudad a pasar las vacaciones.  Me vi obligada a quedarme con ella.
         ─Cuídate de esa bruja ─dijo mi madre mientras subía a la camioneta.
         ─No necesito que nadie me cuide ─insistió mi abuela con una extraña mueca burlona en su pequeña boca arrugada.
         ─Por favor, papá, no quiero quedarme ─el llanto me sacudió.
         Pero él, determinado, dijo firmemente que debía permanecer con ella y así tuvo que ser.
         ─No,  ya dije que no.  Te quedas porque te quedas. Vuelvo por ti cuando las vacaciones se terminen.  Cuida que haga sus tres comidas y que no fume esas cosas sin filtro que se compra a dos pesos en la tienda.
         Mi abuela no me volteó a ver.  Con paso lento entró a la casa en silencio. Vi como la camioneta se alejaba con mi familia.  No pensé que sería la última vez que lo vería con ojos humanos.

Los días transcurrieron lentos y las noches se estiraron aún más. Me sentía agobiada en un ir y venir de animales ruidosos que de mañana y tarde causaban alboroto. Chivas y vacas pasaban por la calle a toda hora amenazando con entrar a la casa en cualquier momento.  Mi abuela se ocupaba con los quehaceres cotidianos, comprendí pronto que no me quería ahí y no necesitaba mi ayuda para cargar baldes de agua, amasar, cocinar, barrer.  Nada se le dificultaba y yo me había convertido en una intrusa. Ella servía el desayuno a las ocho de la mañana y recogía la cocina a las nueve. Siempre iba a dormir después que yo. En varias ocasiones me levanté de madrugada y la escuchaba cantar, rezar o murmurar dentro de la habitación con las veladoras.
Al fin, una noche, la intensa luz de la luna me instó a despertar. Una lechuza se había situado afuera de mi ventana.  Su ulular provocaba un eco molesto en mis entrañas.  Me revolví en la cama. Cuando me había acostumbrado a su ruido, llegó otra más y otra.  Sobre la rama de un árbol viejo y reseco había iniciado una reunión de animalejos emplumados.
Me levanté para conectar el cargador de mi celular. No había energía, lo comprobé tratando de activar el interruptor del foco.  Caminé hacia afuera por el pasillo en busca de mi abuela para ver si me dejaba dormir con ella, volví a sentirme como una pequeña e indefensa niña.  Ella no estaba en su habitación.  La cama desarreglada, la sábana arrugada y la almohada en el suelo me indicaron que había estado acostada.
¡Abuela!, susurré.  ¡Abuela! Dije otra vez más fuerte mientras me asomaba al patio a través de la puerta de malla. El perro comenzó a ladrar.  No la encontré, volví a mi habitación anhelando que el siguiente día apareciera mi padre y me llevara de vuelta a casa. 
¡Desapareció!, mi imaginación se disparó mientras avanzaba por el pasillo.  ¿Y si se salió de la casa?¿Y si ahora está perdida afuera?, ella ya es vieja puede estar desorientada.  Me detuve a la mitad del corredor al darme cuenta de que  la puerta del cuarto con velas estaba abierta, la curiosidad me invitó a entrar. Con cautela asomé primero la cabeza y luego introduje el resto de mi cuerpo.  De lado a lado, la pieza era atravesada por tendederos, extrañas pieles colgaban de ellos. Plumas de gallina y pelo de animal descansaban sobre el suelo. Los cirios encendidos reposaban sobre la mesa, no reconocía a la persona de la fotografía antigua.
¡Abuela!, repetí, pero no contestó.
Recorrí la habitación a paso lento hasta el fondo, donde una cajonera llamó mi atención, era diferente al resto de los muebles de la casa.  Las manijas doradas y la madera rojiza delataban la finura del mueble. Una agarradera estaba oscurecida, manchada por algo negro y arenoso, una de las esquinas estaba roída. Abrí  el primer compartimiento.  Dentro, se escondían al menos tres álbumes viejos y cubiertos de polvo.  Junto a ellos, sobresalía una cajita de madera pulida, pintada y barnizada  a mano, tenía un broche corredizo que la aseguraba.  Corrí el broche y levanté la tapa.   Una tela sedosa y purpúrea celaba un precioso medallón dorado con incrustaciones rojas y verdes.
¡Wow! Me dije. Sin pensarlo dos veces lo saqué, cerré el cajón y con paso lento me acerqué a la luz de las velas para estudiar los detalles. El rechinido de la puerta del patio me avisó que alguien había entrado. No tenía tiempo de regresar el medallón a su lugar, con las manos temblando me colgué la joya por debajo de mi blusa, justo a tiempo antes de que mi abuela entrara.
─¿Qué haces aquí? ─dijo ella enojada.
─No podía dormir y me levanté a buscarte.
─Pues no estaba, debiste volver a la cama.
─¿Quién es el hombre de la foto? ─intenté distraer su atención para que creyera que había estado en el altar todo el tiempo.
─Tu abuelo ─la vieja me sujeto del brazo y me dirigió hacia el pasillo, noté que bajo sus uñas amarillentas, se secaba una sustancia oscura─, no debes entrar aquí. Es un cuarto de sanación, lo uso para hacer limpias. No es sitio para jugar. Puede pasarte algo.
─No estaba jugando ─conteste fastidiada de que me tratara como a una niña.
─Vete a dormir, hablamos mañana.
─Abuela ─dudé, deseaba dejar el medallón, pero pensé que era mejor no contarle que lo llevaba, por algún motivo le temía─, ¿me enseñas eso de hacer brujería?
Me miró con recelo.
─No es brujería, es sanación, la brujería es para las brujas.
Entré en la recámara que me habían asignado y me recosté. El catre se quejó bajo mi peso. Con los ojos cerrados, el sueño llegó de prisa. 
Un ardor en el pecho me despertó al amanecer. Era el medallón, mi piel tenía cientos de ronchas diminutas.  Salí en busca de Mariluz, con la esperanza de que me diera algo para la comezón. Ella estaba en el patio, y en lugar de contarle lo del collar, me pareció un excelente momento para devolverlo al cajón mientras ella metía el pan al cocedor.
Revisé la perilla del cuarto de sanación. Para mi mala suerte, la puerta estaba cerrada. Me urgía deshacerme del medallón, pero algo me convenció de que era una mala idea.

Di vueltas por la casa, revisé una y otra vez la puerta del condenado cuarto de brujería. Nunca volvió a estar abierta. Tuve que ir a dormir con el dije todavía puesto. Temía que si me lo quitaba,  la abuela podría verlo y regañarme.  No sé si me notó nerviosa, pero durante las comidas me observó en silencio, como si supiera lo que llevaba bajo la ropa. Sus ojos y su tono hacia mí habían cambiado, pero no mencionó nunca nada sobre el medallón.
La última noche tuve un sueño intranquilo, parecido a  los de antes de la visita al rancho. Era yo, corría por un campo de flores amarillas y moradas bajo un cielo enrojecido. Al detenerme y mirar el horizonte lograba distinguir una vieja villa, un pueblo en ruinas, que bajo la luz carmín del ocaso lucía un contorno espectral.  Yo continuaba mi carrera y miraba el gajo de la luna apenas visible entre las nubes doradas.
Desperté con el sudor que empapaba mi ropa, las piernas me ardían como si en verdad hubiese corrido toda la noche, la irritación del pecho se había extendido por el torso. Fui a la cocina a tomar agua. Comprobé una vez más la puerta del cuartucho antes de notar que mi abuela estaba dormida en el sillón, un escalofrío me recorrió al pensar que podía verme. De pronto, me pareció que el colguije pesaba más, la picazón había desaparecido, pero el ardor seguía molestándome.
Luego del desayuno, mi abuela me pidió que dejara la casa y saliera a dar una vuelta, al principio no me lo dijo, pero conforme avanzó la mañana tuvo que convencerme con el discurso de que tendría una sesión. Hasta ese momento ella no daba señal de saber que faltaba algo. Y a mí me puso nerviosa que pudiera darse cuenta y me regañara al regresar.
Salí despacio por la banqueta de casi un metro de alto hasta el final de la cuadra. Atravesé la calle de terracería y le di dos vueltas a la cancha agrietada de básquet que nadie utilizaba. Al otro lado, una zanja con mezquites tenía agua estancada y cruzando unas tablas, que hacían de puente, se encontraba la entrada de la iglesia. Las puertas permanecían abiertas todo el día y parte de la noche. Una mujer tan vieja como mi abuela, pero de semblante más dulce y ojos pequeños, deambulaba entre las bancas barriendo el polvo que se metía con el viento. Había unas cinco personas hincadas, distribuidas por los asientos, con la cabeza tapada por velos de colores tejidos. Mis pies me dirigieron más allá de las casas que estaban arriba de una colina.
Al otro lado, vi por fin el arroyo que mi padre había mencionado, estaba custodiado por árboles de hojas amarillentas. Se aferraban a la vida. El agua era clara, podía ver el fondo de piedras cubiertas por lama. Metí los pies sentada en la orilla, el cosquilleo gélido de la corriente logró que las fuerzas volvieran a mí, revitalizada. Si lo que decía mi padre era verdad, el manantial debía estar arriba, seguí el arroyo con la mirada. Ajusté mis tenis y recorrí el camino a través de la escasa vegetación. Algunas cabras pastaban despreocupadas de mi presencia, las vacas y aves se acercaban al arroyo a beber agua.
El camino me obligó a subir un poco al cerro y pude ver como el arroyo se hacía más caudaloso conforme avanzaba. Ni caso le hice al hambre. Por la posición del sol y la sombra del cerro imaginé que ya pasaba del medio día. Pero no me importó, seguí hasta encontrar el manantial.
Resultó que no era lo que esperaba, un agujero de tres metros con agua, parecía más un estanque que se desbordaba, la orilla había cedido y piedras grandes impedían que el agua corriera, un agua turbia y verdosa tapizada de hojas amarillentas.  Algunos peces nadaban de un lado a otro, ajenos a mi presencia. Los pies me palpitaban por el cansancio. Sacudí con la mano algunas hojas y me recosté a la sombra de un árbol.
         La naturaleza embriagó mis sentidos. Contemplé por primera vez las formas de las nubes en un cielo azul claro, tan diferente a la ciudad; conocí el aroma de las piedras al ser mojadas por el agua que corría hacia el pueblo; las aves y los insectos zumbadores deleitaron mis oídos en un rumor incesante. La brisa pura del campo acarició mi piel, un sopor me invadió.  Por primera vez sentí la conexión con el ser que anima el universo.

Cuando ya atardecía, me dirigí al cerro más grande, aunque no sabía exactamente dónde estaba o cómo volver, sabía que la casa de mi abuela estaba en esa dirección. Ya me encontraría alguien a quien preguntarle el camino. 
El atardecer se apresuró a robarse la luz, salí de la espesura espinosa con cardos clavados en el pantalón y pegarropas picándome la espalda. El sendero sugirió a mi instinto dirigirme hacia la izquierda.  Una cerca contenía caballos y becerros, pero no había ninguna persona a la vista, estaba segura que los animales no me responderían.
Me detuve, la desesperación y el cansancio me vencieron.  No podía dar un paso más y aproveché un enorme tronco, junto al camino, para sentarme.  Un pájaro rojo, de esos con cresta, trinaba con fuerza sobre un arbusto cercano.  Estiré las piernas y las sacudí para que el hormigueo se desvaneciera.  El medallón pesaba tanto que el cuello me dolía, giré la cabeza de un lado al otro y un suspiro acompañó a mi aliento. Con ambas manos levanté el cordón de la joya y con terror contemplé que no se movía. Con todas mis fuerzas, tiré nuevamente por encima de mi cabeza,  pero en lugar de quitármelo, la cadena cedió y se rompió en tres partes.  Las lágrimas brotaron de mis ojos. El aire se me atoró en el pecho. Luego de unos minutos me rendí.
         Con la respiración entrecortada me puse en pie y vislumbré el horizonte. A mi izquierda, el cerro mostraba un hueco oculto entre ramas.  No me di cuenta antes. Peculiar. Un susurro provenía de adentro, escuché mi nombre. Un escalofrío escalaba mi cuerpo, exigía a mis piernas alejarse de ahí.  No lo hice.  La voz  fue tan real  y me sedujo la idea de entrar al túnel en busca del origen de la voz. Quizás esa persona conociera el camino de regreso a casa de Mariluz.
La entrada era amplia, con sus casi dos metros de diámetro contenía un aire ácido. El sonido de aleteos me mantuvo alerta.   Cada paso era doloroso,  mis piernas no respondían bien, era como traer  puestos zapatos de cemento. Escuché el agua detrás de las rocas, los aleteos se aproximaban. El medallón en mi pecho ardía  de nuevo. Me detuve y lo presioné sobre la ropa.
         Mi olfato se agudizaba, percibía el aroma de la tierra, de los murciélagos, de la pétrea humedad que lo impregnaba todo; incluso, el sol que agonizaba afuera. 
Encontré una tenue luz rojiza colándose por el techo. El camino, abruptamente tajado por un charco de agua, que se iba haciendo más y más profundo, me cortó el paso. Observé con atención mientras mi cuerpo palpitaba por el cansancio. El sudor recorría mi frente.  Los latidos del corazón se instalaron en mi garganta y la presión de la sangre me entumió las manos.
         Un par de pasos hicieron eco en el túnel, venían de la entrada. Mi primera impresión fue de sorpresa, luego recordé  que estaba en un lugar dónde nadie podría escucharme si gritaba. No tenía a dónde ir, atrapada entre las paredes, el agua y esa persona.  Recordé una bifurcación unos metros atrás, así que corrí a esconderme antes de que la persona llegara.  No lo logré.
         Cuando alcancé la bifurcación, eso, de casi dos metros de altura me aguardaba, su silueta me indicó que era un hombre, me sujetó en la oscuridad. Luché, pero con fuerza sobrehumana él me oprimió contra su pecho.  Noté su cuerpo atlético y cálido.  Estaba perdida. 
         Su mano llena de callos exploró mi pecho por debajo de la blusa.  La ira me invadía, estaba inmóvil, apresada por sus brazos de acero. Gruñí, grité, pero no me soltó. De un brusco jalón intentó desprender el dije dorado con incrustaciones pero éste ya se hallaba adherido a mi piel.
         Es muy tarde, dijo con voz ronca sin soltarme. Luego, me levantó del suelo y en brazos me dirigió hasta la salida. Escucha con atención, ordenó. Su mi cuello estaba impregnado de alcohol. Tu luna será la del hechicero, como la mayoría de las mujeres en la familia, yo soy un guerrero de la luna llena, estás por convertirte en un chamán. Sentenció mientras ascendía a la cima del cerro. El  talismán que tienes colgado está maldito. Le perteneció a una gitana que llegó con los españoles al pueblo cuando las minas se abrieron. Ha sido resguardado por nuestra familia por ya varios siglos, ahora es tuyo.
Miré sobre mi hombro y vi que era mi tío, con su cicatriz en forma de estrella. ¿De qué estás hablando?  Dije sin entender nada, el siguió hablando de maldiciones, hechicería y magia. Cuando llegamos arriba yo ya estaba más tranquila. Pero el no me soltaba, me obligó a ver la luna creciente y el mundo se convirtió en un vórtice que por instantes convirtió todo a mi alrededor en borrones. Por un momento me faltó el aire y me dejé caer sobre las rodillas cuando los espasmos me sofocaron. Hecha un ovillo acepté que era inminente mi transformación. De ahora en adelante sería una loba.