http://www.todosleemos.com/titulos/tracy-ser-inmortal.htm?termino=tracy), en un concurso. Luego de ello, mi emoción me llevó a hacer algunos ajustes e imprimirla para venderla entre los amigos, familiares, conocidos, etcétera.
Meses después fue aceptada por una editorial de Aguascalientes con la que me vi en la necesidad de rescindir el contrato cuando llevaba una año y medio imprimiendo mi trabajo (no mencionaré quienes son).
Pero ahora. Luego de haber terminado la segunda parte de la novela, creí prudente hacer una reedición y darle una última oportunidad a este trabajo que tanto me ha costado mediante una versión ilustrada.
A continuación, comparto el prólogo :) y la portada que tendrá cuando salga a la venta.
Prólogo
Un silbido provocado por el viento susurró mi nombre, cuando miré por la
ventana ya era de noche, las estrellas titilaban por encima de las nubes
ennegrecidas, el día anterior el sol había brillado con la fuerza de dos soles
y el calor, durante la tarde, me había arrullado. La luna no era más que un
borrón de luz luchando por hacerse notar detrás de la tormenta que se aproximaba.
No sabía la hora, pero estaba muy claro, había dormido demasiado, quizás más de
lo que merecía alguien como yo.
Me sacudí el polvo de la ropa, avancé hacia la puerta en
medio de la negrura y encontré la perilla gracias a la tenue luz que se
filtraba por debajo. Un escalofrío me asaltó de pronto. La brisa exterior me
recibió con un susurro inesperado.
“Tracy”, escuché el murmullo de una voz femenina a la
distancia, era un sonido familiar, que ni el motor del autobús pasando frente a
mí, ni las bocinas de los coches sonando en la calle contigua, pudieron opacar.
Aquel nombre resonaba dentro de mi cabeza.
“Lo siento, mi señora, ya es tarde para liberarlo”, pensé
en silencio mientras mis piernas me dirigían al final de la calle. Estaba tan
cansado de perseguir al muchacho de ojos azules, que habría dado cualquier cosa
por librarme del compromiso.
La mujer rechoncha del frente lucía distraída con la
puerta de la bodega que acababa de abrirse, sus ojos humanos no lograron
percibir mi silueta escapando del lugar, ver una puerta abrirse debió ser
bastante curioso para ella. El aire olía tan húmedo que me transportaba por
breves instantes a los años en los que vivía en el campo. Mi capa raída se
arrastraba sobre el asfalto, me protegería poco de la lluvia cuando comenzara a
caer. Miré con atención las nubes, no parecía que fuese una tormenta de verdad,
había tierra en aquel color marrón que teñía el cielo, más no percibía el agua.
La brisa se enfriaba por momentos, era una onda gélida avisando la llegada del
invierno.
El aire tenía un dejo de nostalgia, lo percibí al
alejarme del refugio. Sabía a la perfección que al amanecer mi señora estaría
tan molesta conmigo que todo ánimo de volver a su lado se esfumaría. Unas
noches atrás habían atrapado a su más preciada pieza. En esos momentos, lo
estarían trasladando al estadio para hacerle un juicio, en el cual, sin
importar las objeciones, terminaría con la cabeza de Tracy sobre el campo
húmedo de sangre.
“Tracy”, repitió la voz en mi mente. Un miedo irracional
me envolvió. Estaba seguro de que ella sabía lo angustiado y lo rendido que me
encontraba.
Atravesé la calle y tomé una avenida principal para
llegar rápido al estadio.
“¿Qué quieres que haga, mi dama blanca? Si lo han
atrapado muchas noches atrás y habrá muchísimos testigos, no puedo involucrar a
nadie más en este asunto. Mi querida y bondadosa señora, acepta que se ha
terminado por esta vez, en poco tiempo tendremos una segunda oportunidad para
continuar este…” Apenas murmuré aquello y me vino de pronto un dolor intenso en
la sien. Me asaltó con imágenes de hombres y mujeres danzando alrededor de una
fogata. Los animales destripados y sin piel tenían moscas hambrientas sobre
ellos.
No estaba dispuesta a rendirse. Me parecía bastante claro:
mi trabajo aún no terminaba. El olor de
Nueva York ya no me era ajeno, ni nauseabundo, llevaba deambulando aquellas
callejuelas toda la semana. El dolor pasó paulatinamente conforme me adentraba
entre los edificios. Había un enorme puente en el último recuerdo implantado por
mi poderosa dueña.
Sabía perfectamente donde encontrarlo. Cuando me acerqué
a la zona no vi más que vagabundos sobre las banquetas, todos apretujados por
un costado del edificio que les cubría el viento. Los tambos con fuego dentro se aquí y allá.
El aroma a humanidad nunca me había parecido tan repulsivo como en aquel
momento donde la orina desprendía un olor rancio; estaba en el suelo y podía
distinguir manchas en las paredes de los edificios y el muro del puente.
La calle había permanecido bloqueada por más de dos
semanas, los trabajos de construcción desviaban el tráfico y la luz de los arbotantes
estaba apagada. La oscuridad parecía una invitación de la muerte para terminar
los días bajo ese puente en donde comenzaba un túnel. Un pasadizo que se extendía
doscientos metros más allá de la curva cerrada, la vuelta impedía vislumbrar el
otro lado.
―Amigo, ¿tiene una moneda? ―me sorprendió la voz de un
viejo que se hallaba tirado a mi lado.
Lo miré con atención, su barba se extendía enmarañada
hasta la mitad del pecho, tenía el aliento del vino añejo pegado a los dientes
chuecos y podridos. Levantó su mano hacia mí.
―¿La tiene? ―insistió.
―¿Cómo es que puedes verme? ―pregunté con una voz todavía
más desgastada que la suya.
―No, no puedo verte, pero te escuché suspirar por la
dama.
Me asusté de pronto. ¿Era acaso un peón del gran enemigo
de mi señora? ¿Un vidente humano, quizás? Me aventuré a preguntar.
―¿Cómo sabes que fue por una mujer?
―¿Por quién suspiraría un hombre?
La furia se encendió en mi pecho. No era más que un sucio
humano. Retiré de mi rostro la capucha para mostrarle el hueco en el cual antes
estaba la nariz, ahí donde las vendas ya se habían desgastado tanto que se
podía apreciar mi piel carcomida por los años; dejé expuestos mis ojos
amarillentos y sin vida; los pómulos saltados y los labios corroídos eran una
visión que yo mismo evitaba. La venda se había adelgazado, en algunas áreas
estaba tan podrida y pegada al hueso que se distinguía a la perfección mi
aspecto cadavérico.
El hombre, de cabello gris, levantó la vista y me mostró
su rostro reseco y arrugado. Su mirada no me devolvió el terror que yo
esperaba… No. Sus ojos eran dos espejos pardos recubiertos por la bruma de la edad.
Estaba ciego. Bajó la mano, y yo me alejé de él. Diez pasos más adelante me
detuve cuando un golpeteo llegó hasta mis oídos.
¡Dum, dum, dum…! Era un traqueteo seco y rítmico. Alcé la
vista, frente a mí, una llamarada creciente apareció en algún punto dentro del
túnel bajo el puente. Fue primero una sombra extendiéndose hacia la salida,
luego un destello intermitente anaranjado, se fue volviendo amarillento y
reflejó contra el suelo y la pared las figuras danzarinas del interior.
La nitidez se intensificó y fui capaz de ver, desde donde
estaba, aquellos los símbolos pintados con sangre en el recodo, sobre el muro
interior. Reconocí muy pronto quienes eran. Los enemigos llevaban semanas
causando problemas en las periferias, el Gran Señor de la ciudad los odiaba por
sus descuidados asesinatos y la poca preocupación que mostraban hacia las leyes
de los inmortales.
Me aproximé y los descubrí en medio de uno de sus famosos
rituales sangrientos. Sus rostros, sus manos, las paredes y el suelo, brillaban
cubiertos por un líquido rojizo. El aroma que emanaba de los charcos delató la
verdad, no era sangre humana. Me mantuve en el recodo, recargado contra el
concreto frío, hasta que uno de ellos me permitió conectarme con su mente.
Sentí un escalofrío cuando nuestras ideas se mezclaron y
fundí mis pensamientos con sus recuerdos. Ese vampiro era sin duda un ser
poderoso, viejo, un asesino despiadado. Encontré lo que buscaba. No era una
casualidad encontrarlo en el túnel.
Alguien más había elegido un nuevo peón para la “dama de
blanco” y estaba entre ellos. Mi señora no habría sido tan descuidada como yo
al mover de prisa piezas importantes, pero estas criaturas, que algunas fueran
hombres y mujeres, podían ser desechables si ella así lo quería.
“Gracias, mi señora”, pensé.
El hombre con quien estaba conectado notó el sutil
murmullo en sus pensamientos y detuvo sus cánticos de pronto; miró a su
alrededor para comprobar qué solo se trataba de su retorcida imaginación y
escasa conciencia. Tenía los ojos furiosos, la expresión sedienta, mostraba sus
dos largos colmillos como si los humanos no rondaran las inmediaciones.
―¿Una víctima? ―dijo en voz alta.
Luego lo dejé vislumbrar una “fotografía” mental del estadio
y el logotipo de las camionetas estacionadas afuera. Era la marca de los
vampiros locales en las puertas, o los vidrios, o las copas de las llantas.
―¿Qué dijiste? ―la mujer de falda corta y medias de red
habló sin dejar de tocar el tambor, lo sujetaba con las piernas apretadas. Sus
manos delgadas tenían una cascarilla marrón de sangre seca, también mostraba
sus colmillos con una mueca desquiciada y burlona. El líquido le había
escurrido por la barbilla y se le había cuajado en el mentón, el cuello y la
playera roída.
―No he dicho nada todavía ―gruñó mi objetivo. Se clavaba
en su mente la idea de ir a ese lugar―. Tenemos que irnos, muchachos.
El tambor detuvo su ritmo.
―¿Qué dijiste? ―Preguntó su líder.
Lo distinguí por la escarificación en su pecho. El
antiguo símbolo de la eternidad egipcia, con el escarabajo sujetando la cruz
que representaba la inmortalidad, había sido raspado una y otra vez sobre la
carne hasta que la cicatriz se había engrosado.
―He dicho que tenemos que marcharnos. Hay algo en el
estadio ―todos lo miraron extrañados, aun así él no se detuvo―, es algún tipo
de evento. No sé cómo explicarles, pero hay vampiros de la ciudad ahí. Muchos.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó la chica que se levantaba y
ponía su pie sobre el tambor.
―No lo sé, pero ayer que pasamos por ahí, estoy casi
seguro, vi el símbolo del gobernante, ese al que otros llaman Boris ―se sacudió
el cabello largo y enmarañado.
―¿Hablas del “señor”?
Sólo tuvo el valor de asentir y desviar la mirada lejos
de los pesados ojos acusadores del líder. Nadie más que uno podía dar órdenes.
Les tomó veinte minutos ponerse de acuerdo. Entre las
planchas de concreto que formaban la pared del túnel, había guardado un pequeño
arsenal de armas y fuegos artificiales.
“Perfecto”, me dije. Antes de partir logré divisar sobre
las copas de los árboles, al otro lado del parque, el techo del estadio con una
tenue iluminación a través de la cúpula cerrada. “Ahora sólo queda esperar”.
Los susurros de mi dama me arañaban, pero no lograba
descifrar su mensaje. Me adelanté con la idea de que lo que quería era mi
eficiencia, que me diera prisa. El estacionamiento principal estaba casi vacío.
Desde la banqueta exterior sólo se distinguía la iluminación de las oficinas.
La cantidad de automóviles no representaba ni la mitad de los trabajadores en
un día común. Aunque viejos, muchos de los vampiros gustaban de poseer objetos
modernos que hicieran ver su posición y poder entre los humanos, por otro lado,
había muchos otros que preferían la mesura.
Era un evento privado, no había patrullas cuidando las
inmediaciones. La reja principal estaba cerrada y el acceso sería por una
puerta lateral poco usada. Una pareja de jóvenes se detuvo en la entrada, sus
ojos muertos no dejaban lugar a dudas; estaban ahí para el juicio, tenían en
sus rostros inexpresivos la mueca de júbilo de los sádicos, mostraban los
colmillos al único guardia para identificarse y poder entrar.
¿Cuántos vampiros estarían ahí dentro? Nueva York
albergaba el doble que cualquier otra ciudad. Todos ellos reunidos para contemplar
la ejecución de un joven condenado a la mala suerte. Oí motocicletas a la
distancia, los rebeldes estaban por llegar, muy pronto se les acabaría la
fiesta.
Pasé junto al guardia de la entrada sin que me notara cuando
volvió abrir, estaba tan vivo que se frotaba las manos para sacudirse el frío
dela noche mientras la estática le resonaba en el oído a través de un
intercomunicador. Él también moriría sin duda alguna. Tenía esa certeza, había
cada vez más autos pasando frente a la edificación, el motor ruidoso de las
motocicletas no alcanzaba a distinguirse, su vida se terminaría antes de poder
avisar que había vampiros, no invitados, intentando entrar por la fuerza.
El estrecho pasillo detrás de la puerta conducía a una
bifurcación. Tomé la que terminaba en las puertas de hoja doble abiertas, desde
ahí se veía el campo central, las otras debían llevar a las gradas, no me
interesaba subir por el momento.
Me quedé, como era mi costumbre, bajo el cobijo de las
tinieblas para vigilar la llegada de mis nuevos aliados, los rebeldes.
Intentaría dirigir su atención hacia el hombre que lo estaba juzgando. Boris,
se llamaba el Gran Señor, su edad aparente rondaba los cuarenta y cinco años,
algunas canas habían alcanzado a colarse en el cuerpo inmutable. Cuando el caos
comenzara, podría pedirle a alguien que soltara las cuerdas que aseguraban a
Tracy al madero en el centro del campo. Ese era mi plan, lo era, hasta que la
voz de Boris ahuyentó el silencio y la gente desde las gradas clamó una muerte
lenta para el acusado, el asesino de su
primogénito. No pudieron ocultar mucho tiempo la bestialidad guardada bajo la
apariencia de hombres y mujeres comunes, no. Se mostraron tal y como eran
cuando tuvieron que elegir entre la razón y el espectáculo siniestro mientras
desde lo alto observaban al joven vampiro desarmado y atado, temblar de
impotencia y terror ante por los gritos sanguinarios de sus congéneres.
Inmóvil. Tracy apretó los dientes y se negó a aceptar que
moriría esa noche. El agujero que había dejado la estaca cuando se la
extrajeron del pecho, era un poso húmedo que le escocía. Su corazón inanimado
no hubiera podido latir aunque quisiera, estaba destrozado por la madera, lleno
de astillas. Regenerarlo sería tan difícil como acumular las fuerzas
suficientes para romper las cuerdas. Me sonreí mientras escuchaba sus inútiles
argumentos, sus exigencias para ser liberado.
“Falta poco”, le dije.
Levantó la cabeza y buscó el origen de la voz que llegaba
a sus pensamientos. Dejé de prestarle atención al percibir a un par de vampiros
que se levantaban de las gradas y avanzaban hacia la salida. En sus rostros se
adivinaba un temor discreto, pero creciente en la expresión de sus labios
contraídos cuando los colmillos se asomaron.
“No han dicho nada”, pensé. Se adivinaban dos cosas, la
primera, que estaban a favor del acusado y no pensaban quedarse para ver cómo
le cortaban la cabeza, sabían lo personal del conflicto. No eran sus asuntos,
no eran asuntos de la ciudad. ¿Por qué su líder se habría entrometido? También
adiviné su miedo. Contemplar la muerte de un inmortal debilitaba esa creencia
absurda de que vivirían para siempre, y observar en otros su propia
vulnerabilidad los asustaba más que ninguna otra cosa.
Noté entonces cómo el humo se elevó en segundos, hubo una
estruendosa explosión en las cercanías. El sonido aturdió cada uno de mis
sentidos, la mente captaba ideas entre la gente atrapada en el caos, me
confundía todo ese temor provocado por el fuego y los pensamientos que yo percibía
como gritos ensordecedores.
Escuché los gritos de guerra en las gargantas de los
rebeldes que entraban en el recinto con las armas hacia el frente. No llegaron
solos, arribaron acompañados de una decena de sirvientes humanos, deformados en
sus extremidades y su rostro por las terribles torturas a las que los sometían
sus amos no-otros muertos. Los invasores rodearon al Gran Señor, mientras que
los esclavos de sangre utilizaban cuchillos, espadas, pistolas y objetos
punzocortantes para replegar a los vampiros de las gradas que intentaban huir.
Las llamas se extendieron de prisa. Quedé petrificado
cuando noté que las flamas alcanzaban el campo. La nube de humo hizo más fácil
mi escape, nadie podía verme.
―¡Mátalo! ―Gritó Boris mientras luchaba contra dos de los
rebeldes.
Había otro vampiro detrás de una biga en el cual no había
reparado hasta que se movió. A través de la cortina de humo sólo era una
silueta enorme junto a Tracy.
―Libérame, por favor ―las súplicas de Tracy eran
inútiles.
Sus sollozos no conmoverían a quien había matado a más de
tres docenas de vampiros en los últimos cien años. El enorme vampiro, de nombre
Shock, sujetaba una espada de dos manos, estaba listo para dar un tajo a la
cabeza del joven de la mirada celeste. Perdió de vista a su superior entre la
bruma grisácea, miró la danza anaranjada que salía de los vestidores y dejó
caer el arma. La existencia del acusado quedaría a la suerte del fuego. Los
ojos azules de Tracy se clavaron en las llamas que se aproximaban sobre el
pasto artificial y amenazaban con devorarlo.
Intenté aproximarme, pero el crujido en la madera que lo
sujetaba me obligó a detenerme. Podía ser cualquier cosa, su mirada estaba
sobre mí, no lograba penetrar ningún pensamiento, no parecía capaz de ocultarme
de las miradas sobrenaturales que escrutaban el campo en busca de una salida
viable lejos del fuego. Tenía miedo de que las flamas también mordieran mi
cuerpo y las vendas ardieran conmigo dentro.
―¡Ayúdame! ―lo escuché gritar con la voz desgarrada por
el miedo.
Retrocedí temeroso, había algunas miradas escrutando mis
movimientos, no lograba identificar su procedencia entre el caos de gritos,
sangre y fuego. Las metralletas vaciaron sus cargadores contra la carne muerta
de los inmortales, no los matarían, pero podían dejarlos ciegos o inmóviles a
merced de las llamas.
Levanté la mirada al cielo mientras salía, me dolía la
cabeza, me dolían los ojos resecos; entre los empujones y la confusión nadie
había reparado en los harapos que me cubrían. No podía enfocar mis
pensamientos, estaba totalmente a merced de la rabia desatada en medio de
tantos colmillos expuestos.
Una vez afuera, me di cuenta de cómo los inmortales temen
saber que sus noches pueden tener un fin. No los culpo, yo también sentí el
terror de morir.
“Estúpido, ¿qué hiciste, Tracy?”, murmuré. Un vampiro de
ojos claros, con el traje hecho a la medida, me miró en silencio por breves
segundos y luego corrió lo más rápido que pudo. Vi las llamas cubrir la
entrada, la única salida. Los gritos de dolor de quienes se aventuraban a
atravesar aquella cortina de ardiente calor me ensordecían.
Entre el fuego, el horror, la desesperación y el frenesí
de buscar prolongar su existencia, los vampiros cobardes abandonaron otros
dentro del edificio. Muchos no se atreverían a salir. En ese momento, a través
del muro de lumbre vi el cuerpo de Tracy abrazado por las llamas. Su cabello
negro y brillante había desaparecido por completo; la piel estaba achicharrada
sobre la carne al rojo vivo, sus ojos azules se habían esfumado para dejar a la
vista dos pequeños rubís furiosos y aterrorizados que de pronto se apagarían y
no volverían a encenderse jamás.
Las sirenas de las ambulancias, patrullas y bomberos, se
acercaban de prisa. Las nubes de tormenta relampagueaban sobre Nueva York, pero
el caos no permitía que se escucharan los gritos del cielo, los truenos
enmudecieron cuando las gotas de lluvia se precipitaron para mojar el cuerpo de
Tracy, que yacía en una banqueta con pasto.
La ropa que llevaba puesta, ya no era más que pedazos
carbonizados pegados a su carne ennegrecida, la humedad del pasto terminó por
ahogar las pocas candelas que todavía se aferraban al cadáver.
El dolor paralizó sus movimientos, su vista se mantuvo
perdida en las nubes intermitentes por la tormenta, quiso cerrar los ojos para
no contemplar su final; sin embargo, tenía los párpados derretidos, tuvo que
observar a la oscuridad se cernía sobre él. Los labios achicharrados no le
permitían ocultar los largos colmillos que lo identificaban como una criatura
nocturna.
Sus ojos azules, sí, con sus ojos azules apagados por la
agonía, estuve casi seguro de que aquel era su final…
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