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"Se vuelve siempre donde se ha dejado algo: un beso, la piel, el alma, el conocimiento... o un trozo de corazón".
−Ernesto de la Rosa.
Dedicado a Lisa Stevens, Jane Hoffman, Alexi Bradows e Ethan Hatch.
Gracias por su amistad y confianza.
La tormenta de sus ojos
tocó tierra. Era un desastre anunciado desde que despertó temprano por
la mañana para llevar a sus hijos al colegio. Las nubes grises la habían
perseguido todo el día apagándole el brillo de la mirada a cada
segundo. La cálida sonrisa que la distinguía meses atrás, se hallaba
congelada en algún lugar antártico donde se encierran los sentimientos.
Ahora, de noche, el cielo de su mente estaba oscurecido por las mismas
nubes. Las mejillas de Hilda, tan húmedas como la costa cuando un
huracán azota las playas, acentuaban la devastación en su rostro.
Abrió los ojos en la
penumbra de su recámara. Hilda vislumbró el hilo de luz que sigiloso se
arrastraba por debajo de la puerta. Había dormido a los niños con un
cuento. Su voz atravesaba un profundo túnel de tristeza, aun así hacía
un esfuerzo porque su eco sonara dulce. ¿Había dejado el foco
encendido?, se preguntó. La angustia le arañó la piel y no quiso
levantarse a apagarlo.
Clavó las uñas en las
cobijas y se tapó hasta la barbilla. Permaneció varios minutos
observando los centímetros de suelo iluminados. Había polvo en el piso.
Necesitaba limpiar la casa, pero la apatía era protagonista de las horas
que pasaba a solas. Su propia respiración le provocó escalofríos, el
corazón palpitante latía en su garganta y sentía la cara entumida.
A pesar de que ya había
pasado sola una temporada aún buscaba la compañía de su hombre todas las
noches; ésta en especial, no quiso extender la mano y comprobar que
efectivamente el otro la de la cama estuviera vacío. Había mañanas en
las que despertaba con la nariz pegada a la almohada que una vez fuera
de su compañero; todavía era capaz de percibir el leve perfume y el
champú en la tela. El pesado sopor de la madrugada la arrastró al fondo
del ensueño. La tranquilidad regresó a su piel.
Un ruido en la cocina la
obligó a sentarse de golpe, el mármol frío le lamió los pies descalzos
cuando se apoyaron contra el suelo. El mareo le pidió volver a
recostarse, pero resistió. Sabía que la presión por levantarse tan de
pronto se pasaría en un par de segundos. Examinó el contorno de la
puerta. La luz apagada permaneció a la expectativa. ¿Estaré soñando otra
vez?, se preguntó. El abrumador silencio de las horas nocturnas
alborotaba sus ideas. No era la primera vez que despertaba así, a la
misma hora, con la sensación de haber llorado por horas. Las tres de la
madrugada parpadeaban en el reloj digital del tocador. La tenue
intermitencia roja le permitía a Hilda ver las siluetas amorfas de los
muebles en la pieza.
Aspiró profundo, soltó
despacio el aire por la boca. El terapeuta repetía una y otra vez la
importancia de la respiración para recobrar la calma. Sus manos
temblaban, estiró los dedos hasta tocar el cajón bajo la lámpara
apagada. Sus uñas sonaron en la manija metálica. No, se dijo, no
necesito el medicamento. Cerró sus ojos un par de segundos y comprobó
que la bahía en su mente permanecía lagañosa, pero el sol se distinguía
tras los nubarrones claros. Aves de esperanza surcaban el cielo
despejado, la luz y el calor volverían a su corazón algún día. Parpadeó
varias veces para espantar la modorra. Se puso de pie. Con un andar
lerdo llegó hasta el tocador. Su mano estiró la cortina lo suficiente
para permitir la entrada de luz de la calle. El opaco farol en la
banqueta emitía un resplandor amarillento.
Un suspiro se apuró a
cruzarle los labios. Las saladas marcas de la tormenta habían formado
ríos blancos en sus mejillas. Una toallita húmeda le limpió la cara.
Hilda se aseguró de que el empaque plástico estuviera bien cerrado. El
aroma del recuerdo se presentó de improviso. Pudo oler con claridad el
perfume del hombre que se había robado los mejores años de su cuerpo
ahora redondeado. El cabello en su reflejo no mostraba el mismo brillo
que el día de la boda; los rizos le caían secos por los hombros hasta la
mitad de la espalda; las hebras una vez matizadas de escarlata se
agitaban desteñidas.
Era su color favorito.
El susurro rebotó en las paredes de la habitación. Un escalofrío le
trepó por la espalda. Hilda sintió una presencia en la casa. Se dio
vuelta y avanzó hacia la puerta. Tomó la perilla con cautela segura de
que había alguien afuera del cuarto. Pudo escuchar unos pasos ligeros
atravesando la cocina, recorriendo el comedor, pasando por la sala. No
delataban prisa. Un terremoto la sacudió completa; un jadeo se escapó de
su boca entre abierta. ¿Ian?, preguntó en voz baja. Estaba segura de
que al abrir la puerta él estaría del otro lado. Percibió una
respiración tan familiar como las caricias que hacía nueve años la
habían convertido en mujer. Al fin de cuentas, Ian nunca entregó las
llaves. Hilda estaba segura de que él entraba a la casa mientras ella
salía a trabajar. Quería creer que al otro lado de la madera reseca se
hallaba el hombre a quien le había entregado cuanto tenía.
Apretó los parpados por
un minuto y con fuerza tragó saliva. Allá a la distancia, dentro de su
psique, las nubes de tormenta centellaron con intensidad. El viento las
empujaba de prisa para cubrir el lagañoso atardecer de su estabilidad.
La perilla, fría como
una roca en invierno, la obligó a esperar. Hilda se imaginó a sí misma
metiendo la mano en las heladas aguas del océano para luego levantar la
vista y encontrarse con el huracán que se aproximaba. El caótico
vendaval de sus ideas le golpeó el alma. Abrió la puerta decidida a
encontrar, en algún lugar de la casa, al canalla que la había
abandonado, enferma y avejentada. Primero barrió con la mirada todo
frente a ella, luego sus pasos recorrieron uno por uno los cuartos a
través de la oscuridad de la madrugada.
A cada paso Hilda
descendía un poco más en la inmensidad de la melancolía. Para cuando
llegó a la cocina, su yo interior ya se hallaba sumergido por completo
en el mar de la desesperación. El tifón otra vez sacudía su mundo. Los
relámpagos iban y volvían incesantemente iluminando los pequeños
recuerdos felices junto a su pareja: al fondo de la sala, sobre los
sillones; junto a la silla, encima de la mesa del comedor; recargada
junto a la puerta del patio; contra la pared. El evocar los tirones
suaves de cabello y los mordiscos húmedos la estremeció.
Sacudió su cabeza cuando
sintió ahogarse en las memorias de una pasión apagada por los años. Las
lágrimas estaban atoradas en el borde de sus ojos. Las emociones se
liberarían de un momento a otro. No quería perder la cabeza otra vez.
Miró sus brazos a la altura de las muñecas, se distinguían dos gusanos
blancos y gruesos, las marcas de una debilidad aferrada a ella. Hilda
suspiró al rememorar la sangre fluyendo en esa misma cocina. El dolor se
instaló en su garganta y los ojos le escocieron. El aire se condensó en
sus pulmones.
El cansancio por la
falta de sueño y el agotamiento de las horas pensando en la felicidad
que no regresaría, provocaron en ella el impulso de tomar una vez más el
cuchillo de mango verde brillante. Lo asió con fuerza y vio reflejado
su rostro cansado en la hoja plateada. Ya no tenía quince años, quién la
tomaría de nuevo con la ilusión del primer amor. Ya no tenía veinte, a
quién le gustaría su cuerpo embarnecido por los partos. Ya no tenía
veinticinco, quién querría a una mujer que ya no puede dar más hijos.
¿Qué estoy haciendo?, se dijo al recordar que sus dos niños dormían al otro lado del muro.
Algo se rompió dentro.
Primero fue un llanto silencioso, ligero. El calor de su cuerpo se
incrementó como la punta de una bengala al acercar el encendedor;
pequeña, violenta sensación hiriente. El olor de su marido había desaparecido, la
sal de sus lágrimas volvió a surcarle las mejillas. El llanto aumentó de
intensidad. La respiración entrecortada le dificultaba concentrarse en
el presente. Los sollozos ardientes, imposibles de acallar eran chispas
contrayéndole el abdomen. Se miró las manos. Las rodillas tocaron el
suelo. Se dobló en dos y su frente posó sobre el azulejo, sus manos se
abrazaron al estómago. Y el sonido del metal fue un susurro cuando el
cuchillo cayó al suelo.
Hilda se arrastró con
toda la fuerza contenida en un puño fuera de la tempestad. En su mente,
la lluvia caía con vehemencia y sin piedad sobre todo lo que ella solía
ser. La arena de su playa estaba tapizada de anhelos, de sueños no
cumplidos, de planes en pareja no realizados. El poderoso oleaje
desvanecía todo aquello a lo que intentaba aferrarse y la arrastraba de
vuelta al océano del olvido.
Se puso de pie con
dificultad. No podía alejar la imagen de Ian, el calor de los besos ya
pasados, la necesidad de enredarse en aquellos brazos que le habían
jurado protección. Abrió la llave del fregadero y se sirvió un vaso de
agua. Bebió un largo trago y cargó con medio vaso a la habitación. Las
lágrimas se escurrían sin medida, los espasmos en su pecho le
dificultaban ordenar las ideas. Todo resultaba confuso y borroso ante
sus ojos.
Abrió sin ganas el cajón
junto a la cama. Movió los papeles, encontró lo que buscaba. Con
suavidad destapó el frasco de calmantes, fieles compañeros de los
últimos meses. Había logrado cicatrizar pronto la piel y la carne, pero
el dolor interno seguían siendo tan ardiente como un volcán activo que
con intermitencia emitía leves erupciones.
Vació en su mano
izquierda una pastilla. Sacudió el frasco, dos pastillas, tres, cuatro,
cinco, diez. Se detuvo. Miró el montoncito blanquecino y devolvió todo
al frasco. Empezó de nuevo. Una, dos. Dos pastillas, un poco más de la
dosis recomendada, necesitaba dormir ya y dejar de pensar en lo que no
sería otra vez.
Hilda se echó ambos
comprimidos a la boca y bebió agua. Se le formó un doloroso nudo en el
esófago mientras intentaba dejar de llorar para que el medicamento
siguiera su cauce. Se terminó el agua a pesar de la punción. El llanto
estalló más bravo todavía. Las lágrimas mojaron la almohada cuando se
recostó tratando de no despertar a sus hijos con el ruido. Buscó sin
parar algún rastro del amor que alguna vez hizo sonrojarse a la alcoba.
El aroma de la piel, los sonidos del sexo, las fantasías cumplidas entre
las sábanas, las imágenes grabadas en su memoria a través del espejo
situado a propósito frente a la cama. Cada pensamiento era una gota
gélida que mojaba y apagaba la débil llama de su felicidad.
Cerró los ojos. Los
medicamentos hicieron efecto, gimoteó hasta cansarse. La paz y el
silencio llegaron a su puerto, a la bahía de su mente. El cielo
permanecía nublado, la lluvia continuaba su precipitación cada vez con
mayor ligereza. El cuerpo descansaba ya. Pero la lluvia no detenía su
caída.
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El relato anterior forma parte de un compendio de cuentos y relatos escritos por autoras Laguneras.
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