Tenía ya bastante tiempo esperando su publicación y por fin está ahí. Lo dejo por aquí para quien guste leerlo. Transfondo: una vez vi una nota en el periódico local que hablaba de la sombra del diablo, le propuse aun amigo escribir un cuento al respecto como "Reto Creativo" aquí está lo que salío de ese juego de escritores.
La sombra del diablo
Silbaba el viento entre las paredes de adobe, los muros se desintegraban poco a poco con cada vendaval, en el desierto suelen ser implacables. Las puertas no eran mas que tablas rotas tiradas sobre el suelo, de ellas ya sólo quedaba el marco de madera sujetando el rectángulo de cada entrada. Los clavos que unían esas piezas estaban oxidados. Había partes del techo con enormes agujeros donde las vigas perdieron la fuerza para sostenerlo.
Los relámpagos me permitieron ver,
gracias a la iluminación intermitente, dentro de la construcción. Mi
prima Clara había entrado unos minutos antes pero no logré encontrarla.
Di vueltas por el interior de la vieja hacienda, a mitad de la nada, en
medio de los campos no sembrados por falta de recursos desde hace dos
décadas. Algo se movía entre las sombras que proyectaban las paredes de
adobe en cada centellada de la tormenta eléctrica. Los truenos
resonaban y hacían que retumbara mi pecho a cada paso de mis pies sobre
los charcos fríos. Las manos me temblaban al sujetar el arma helándome
las palmas y me congelaba el alma conforme iba convenciendo a mi mente
de jalar el gatillo en cuanto ella apareciera.
Había algo delante de mí. Un rayo cayó
próximo a la cerca de alambre de púas y maderos a escasos diez metros de
la propiedad. Pude ver los cuernos en aquella silueta azabache,
apareció frente a mí poco nítida y tintineante. Distinguí la sonrisa
del demonio y me pregunté qué chingados hacía ahí.
Estuve tres años en la ciudad de Torreón,
me encontré protegido del calor del verano gracias a los aparatos de
aire lavado en casa de mi tía Tella. Todas las tardes al salir de clases
y tomar el autobús sentía mi cuerpo derretirse mientras ocupaba el
último asiento, el calor infernal y las ventanas atoradas no permitían
el paso del aire. Mareado por el sonar de las cumbias en los altavoces
cerraba los ojos. El chofer pasaba los bordos sin ninguna precaución
haciendo imposible tomar una siesta más de un par de segundos.
Terminé la preparatoria, volví a tomar un
autobús pero esa vez en una parada diferente, no me dirigía a casa de
la tía, iba de regreso a mi lugar natal: San Pedro. El desierto me
recibió dejándome, como siempre lo ha hecho, batido en sudor y con la
playera pegada a la espalda. Me alegró de pronto estar lejos de los
susurros del diablo que han vuelto las calles inseguras y han dejado las
banquetas manchadas de sangre. Fumé mi último cigarrillo, a mi madre
no le gustaba que fumara en su casa. Exhalé el aire por la única
ventanilla abierta, dejé escapar el humo, el miedo se disipó al tiempo
que la mente se alejaba de las tardes tirado bajo las bancas del salón
por cada balacera de los últimos seis meses. Vi a la distancia los
nubarrones grisáceos que anunciaban la tolvanera, muy común en esa época
del año, eran continuas en mi pueblo.
Nada más bajar del autobús ya todo olía
diferente. Caminé desde la parada por el sendero de terracería que
conducía a la colonia Valparaíso. Mi casa se encontraba pasando las
viejas galeras construidas antes de la revolución. Los viejos del pueblo
decían en cualquier oportunidad que los fantasmas se asoman todas las
noches. Los únicos fantasmas que vieron últimamente fueron a los cholos
entrando a rayar las paredes adelgazadas por la historia. Todo había
cambiado desde el día que me fui, hasta el letrero anunciando el nombre
del poblado había desaparecido. Las hierbas crecían con un tono sepia
por donde se mirara, el atardecer teñía de cobre los cerros, las vacas
flacas pastan libres atrás de los postes unidos por alambre de púas,
apuntaban sus cuernos al cielo oscurecido en espera de la tolvanera.
El silencio me acompañó hasta la entrada
de la casa donde mi madre me recibió con los brazos abiertos. Mi tía
debió haberle llamado y ella calculó el tiempo para encontrarse conmigo
en la puerta de entrada. Estoy casi seguro que traía la misma falda de
hace tres años cuando me llevó a Torreón y me dejó con su hermana Tella.
Quería lo mejor para mí. Asistí a la escuela aunque sabía que mi
destino era volver al pueblo. La casa no había cambiado en nada, los
cuatro hijos de mi hermano seguían viviendo ahí, estaban dormidos sobre
cobijas en la sala, en escalerita. Tenían once, nueve, seis y cuatro
años. El calor me sofocaba pero mi jefa, con ánimos de madre, me sirvió
frijoles, arroz y chile con queso; las tortillas hechas a mano eran lo
mejor. Con mi tía pocas veces había comida casera.
Pasé lo que quedaba de la tarde con ella.
Entre sollozos mi madre hablaba de papá. Tenía ya tres días en la
cantina y no había llevado dinero para comprar la comida. Me contó que
el último año mi hermano mayor estuvo mandado los suficientes dólares
para mantener a sus hijos, pero que la esposa se fue con Pablo, el
vecino. Tenía ya varios meses viéndole la cara, mi madre no le había
dicho nada para evitar conflictos, pero de todas maneras le
encasquetaron a los chamacos.
Eran las ocho de la noche, se había
soltado el terregal justo cuando la aguja larga llegó al doce. Pude ver
por la ventana las nubes relampagueantes acercarse perezosas. También,
distinguí un par de camionetas que se estacionaron frente a la puerta
principal. Era mi primo Chato con sus dos hermanos menores. Él tenía
veintitrés recién cumplidos, sus hermanitos debían andar entre los
quince y los dieciocho. Me invitaron a salir con la sonrisa de quien
tiene un triunfo. Alcancé a distinguir los susurros de mi madre, no
vayas, dijo varias veces. Aun así decidí no hacer caso. Extrañaba
también esa parte de la familia con quien organizar las borracheras.
― ¿Vas a quedarte mucho tiempo? ―me preguntó el Chato mientras encendía un cigarrillo y me ofrecía otro de la cajetilla.
― Creo que hasta agosto. No sé. Depende de si pasé el examen de admisión a la universidad o no ―contesté y tomé uno entre los cinco que le quedaban.
―Mira, qué matadito saliste. ¿Qué vas a hacer mientras? Fíjate que te tengo un jalecillo para pasar aquí la temporada ―no quitaba la vista de la carretera, hablaba y se le escapaba el humo entre las palabras.
―Estaría fregón. Necesito dinero para mi jefa.
―Bien, pero no se vale rajar, cabrón.
―Ya sabes primo, uno no es gallina.
―Pos órale pues. Pásale su herramienta de trabajo, Chuyito ―ordenó de inmediato el mayor de los primos.
Mi primito, el de quince, me pasó una veintidós. Yo me petrifiqué
ante la visión y el tacto del arma. Nunca había tenido una entre las
manos antes, quizás alguna vez en la feria, de esas de balines para
tirarle a las figurillas de metal.― Creo que hasta agosto. No sé. Depende de si pasé el examen de admisión a la universidad o no ―contesté y tomé uno entre los cinco que le quedaban.
―Mira, qué matadito saliste. ¿Qué vas a hacer mientras? Fíjate que te tengo un jalecillo para pasar aquí la temporada ―no quitaba la vista de la carretera, hablaba y se le escapaba el humo entre las palabras.
―Estaría fregón. Necesito dinero para mi jefa.
―Bien, pero no se vale rajar, cabrón.
―Ya sabes primo, uno no es gallina.
―Pos órale pues. Pásale su herramienta de trabajo, Chuyito ―ordenó de inmediato el mayor de los primos.
―Ahí tienes, wey. Una chiquita para empezar.
No pregunté nada, sabía que las
respuestas irían llegando conforme él siguiera hablando. Se tardó un
buen rato en despejar las dudas no expresadas. Cuando llegamos a la
colonia vecina, nos detuvimos frente a la casa de ladrillo rojo sin
enjarrar, estaba al final de la cuadra, lejecitos del resto. Al abrir
la puerta se sintió el aire fresco de los aparatos de ventilación; los
climas, dijeron ellos; había un montón de cachivaches electrónicos
todavía en sus cajas. Estaban apilados cerca de las paredes, sospeché
que eran robados, pero me aguanté las ganas de preguntar. Un ruido
detrás de la puerta junto a la cocina me provocó un escalofrío, estoy
seguro de que había escuchado un lamento acompañar los golpeteos. El
Chato le pidió Chuyito que trajera a las “güeras”, mi primito sacó sin
dudar un six del refrigerador más grande al fondo de la cocina.
Sentí la veintidós pegada a la piel a la altura de mi cadera. Tenía
miedo, no lo dije pero percibí ahí también una puerta al infierno. Logré
ver el demonio en los ojos del Chato cuando miró a su otro hermano, el
Juan, y le dijo que sacara a las “prietas” del cuarto para que nos
consintieran un rato.
Juan obedeció sin prisa. Abrió la puerta,
quitó el doble cerrojo. Salieron entonces tres mujeres jóvenes.
Reconocí a mi prima Clara. Ya debía tener dieciséis años, se le notaba
en las curvas ya formadas de las caderas que no tenía cuando me fui.
Sus ojos eran tristes, el Chato le ordenó sentarse en mis piernas, luego
me apuntó con la pistola al verme recular.
―No me rechaces la invitación, primo.
Necesito que te quedes aquí y cuides a estas prietitas mientras nosotros
vamos a cobrar un encargo del patrón, necesitan comer, ir al baño y
esas mamadas que las viejas tienen que hacer fuera del cuarto.
Las chicas tienen los ojos hinchados de tanto llorar, pero se tragan el llanto en presencia de mis primos.
―Te vamos a dar tres mil pesos para empezar.
―No quiero ―contesté.
―No quiero ―contesté.
Me aventó seis billetes de quinientos y se salió con Juan.
―Tú quédate aquí, hasta que el primo se acostumbre ―dijo el mayor desde la puerta.
El pequeño Chuy y yo nos quedamos ahí, en
la sala. Le pregunté por qué hacían eso, me contestó. Se empinó la
lata de cerveza clara y se la terminó de un jalón, pude ver su garganta
moverse, apenas se le notaba la nuez y ya bebía como un campeón. No
tenía ni tres pelos de bigote. Las chicas comieron lo primero que
encontraron en el refrigerador. Murmuraban algo que no entendí, pero sé
que tenían miedo porque no dejaban de vernos. El Chuy les apuntó con el
arma.
―Dejen de chismiar y háganme un sándwich ya que están ahí.
Mi prima Clara lo hizo y se lo dio de
mala gana, parecía haberse quedo muda. Yo bebí, sospeché que si
intentaba irme el primo me dispararía sin dudarlo. Me guardé los
billetes en el pantalón. Vi como el Chuy se chupaba todo un doce él
solo, no parecía mareado, todavía tenía la mirada astuta.
―Ey, wey. Vigila a la Clara, yo me voy a
chingar a estas dos. Y si quieres te las presto al rato cuando termine,
aunque ni aguantan nada ―tenía una sonrisa cínica. Ya no quedaba nada de
inocencia en sus palabras. Se llevó a las dos mujeres a empujones.
La casa olía a mostaza, no le pusieron la
tapa al bote. Clara se me acercó y me dio un sándwich de jamón con
queso. Escuché el zumbido de los aparatos de aire para distraerme de su
figura. La luz dio un bajón y todo se apagó de pronto. El corazón
cabalgaba en la garganta. El sonido del viento me puso nervioso, saqué
la pistola por temor al silencio que se produjo de improvisto. Un
relámpago me dejó ver a Clara correr hacia la puerta de entrada. La
puerta se abrió y yo me quedé paralizado, desconcertado. No estaba
seguro de lo que pasaba. Me levanté e intenté seguirla, la vi huir
hacia las galeras, se metió en el llano.
La puerta de la habitación se abrió, mi primo Chuy no tría ni calzones.
―No dejes que se vaya, wey. Alcánzala.
―¿Y qué hago cuando la alcance? ―grité desde la banqueta.
―Pues le metes un plomazo si no puedes arrastrarla de regreso ―la frialdad de su voz me indicó la seriedad del asunto. Tuve que ir por ella.
―¿Y qué hago cuando la alcance? ―grité desde la banqueta.
―Pues le metes un plomazo si no puedes arrastrarla de regreso ―la frialdad de su voz me indicó la seriedad del asunto. Tuve que ir por ella.
Divisé a Clara entrar a la galera más
cercana. Mi abuelo decía que perteneció a la familia Fernández, y que
cuando él era niño había una carnicería en ese sitio. Antes de eso,
dijo una vez mi maestro de primaria, la finca había servido como base
militar durante la revolución. Yo, desde que tengo memoria, la vi
siempre deshabitada, con los años más derruida.
Corrí tras ella. Escuché los cascos de un
caballo golpetear sobre la tierra. Miré a mi alrededor, no había
nadie. Recordé a mi hermano mayor contando haber visto un jinete sin
cabeza en alguna borrachera hace años. Dizque era a un general de la
revolución a quien ejecutaron en el patio de la galera. No me importó,
el aire me azotaba la cara y me la llenaba de arena. Estaba tan fuerte
que levantaba gravilla, amenazaba con dejarme ciego pero aún distinguí a
Clara entrando al edificio. Las ventanas superiores todavía tenían
rejillas de metal oxidado. Los nubarrones negro-azulados ya estaban
sobre nosotros, las gotas de lluvia descendieron esporádicas y
cautelosas, se estrellaron contra la tierra ardiente y el petricor se
desprendió del suelo para inundarlo todo.
Volví a escuchar al caballo
galopar hacia mí. Levanté la cabeza. Sólo había oscuridad en el llano de
hierba crecida. Me estremecí ante los recuerdos de las historias de
terror contados por mi padre. Los fantasmas rondaban mis recuerdos,
contaban que llegada la hora de la muerte aparecían por doquier. Mi mamá
también mencionó alguna vez la presencia de una sombra. Otros
aseguraban que era “la sombra del diablo”. Las leyendas abundaban, pero
yo le tenía más miedo al arma asida entre mis dedos.
Entré en la galera con la
pistola bien agarrada. Un sonido de cadenas que se arrastraban me
acobardó. Continué avanzando titubeante. Escuché un estornudo.
―Oye, Clara. Si vienes
conmigo nos vamos para la casa y le pido la camioneta a Pepe para irnos a
Torreón, ¿cómo ves? ―sabía que no podríamos huir, pero traté de
convencerla para llevarla conmigo―. Mira, no nos hemos visto en un
buen, pero te aseguro que no soy como esos idiotas.
No me respondió, escuché sus
pasos alejarse por la parte trasera, la escuché recorrer el pasillo
largo que atravesaba la construcción, la madera crujió bajo su peso. Olí
la lluvia mojarlo todo enfrente de mí, ahí donde el techo se había
caído ya. Entraba el agua con libertad sin pudor. Trastabillé por el
lodo en el suelo.
―Clara… ―grité, pero ella no respondió.
Había algo delante de mí. Un rayo cayó
próximo a la cerca que rodeaba la propiedad vecina. Pude ver los cuernos
en aquella silueta azabache apareciendo. Percibí la sonrisa del demonio
y me pregunté qué chingados hacía siguiendo a mi prima. ¿Por qué volví a
mi pueblo? Tenía todo resuelto allá en Torreón.
No quise darle la espalda a esa cosa. Me
fallaron las piernas pero aun así conseguí disparar con las dos manos al
frente. Intenté controlar los temblores. Las balas atravesaron la
silueta. Pude ver los ojos de la criatura iluminarse con un relámpago
más. Era la misma mirada que había visto en Juan. Era la misma mirada
reflejada en los ojos de mi primo mayor. No era humana, solo reflejaba
el odio y la maldad.
Pum. Pum. Pum. Pum.
Se acabaron las balas. Seguro
los disparos se habían confundido con los truenos, nadie los habría
escuchado en el pueblo. No me importó en realidad. Me di la vuelta y me
dispuse a correr. El helado metal de unas cadenas espectrales me
aprisionaron por el cuello y sujetaron mi brazo, del que colgaba el
arma. Las ataduras espectrales me jalaron hacia atrás, yo intenté
resistirme. No lo logré, mis pies cedieron ante la fuerza descomunal de
la sombra a mis espaldas.
Vi mi cuerpo quedarse en su
lugar, las cadenas siguieron arrestándome. Vi cómo me desplomé sobre el
lodo y el escombro. Mi corazón se había detenido, nunca tuve tanto
miedo. El sonido de cadenas se alteró, había decenas de almas atadas a
la sombra cornuda. Seguí sin ver su rostro completo. Vi a mi prima a
través del portal de la entrada correr hacia Valparaíso. Distinguí que
su cabeza giraba y su rostro rebozaba de miedo. Vio mi cuerpo tirado
entre las vigas y los pedazos de techo con la pistola aún en la mano. Se
santiguó y desapareció bajo la lluvia.
Yo sólo pude ver la sombra del diablo arrastrarme a la oscuridad...
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Sobre la Autora: Claudia
Marcela Soto Leyva (Gómez Palacio, Durango, 1987) – De profesión
docente, trabaja para la SEP. Desde pequeña gusta de la lectura, sus
autores favoritos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft y Anne Rice.
Escuchar música Rock. En su tiempo libre dirige patidas de Juegos de
Rol (Vampiro, Hombre Lobo, D&D. En el 2012 fue nominada como
finalista en el II concurso de relatos cortos XECC, y en 2015 la
editorial AlGamar publicó su novela “Tracy, ser inmortal”. Colaboró en
la revista Estepa del Nazas No. 61 (Abril, 2016). Actualmente,
participa en el Taller de Literatura del Teatro Isauro Martínez acargo
del profesor Saúl Rosales.
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Bueno, espero que les haya gustado. Les encargo dejar un comentario al final de la entrada :)
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